EL PIONERO DE LA ESTRATOSFERA |
El Zenith era un hermoso globo de 3.000 metros cúbicos.
Lo había construido Sivel, un ex oficial de la Marina Francesa, entusiasta de
las emociones de la aerostación. Sivel tenía un amigo, Croce-Spinelli,
fervoroso patriota y científico eminente. Juntos, un año antes, ambos amigos
habían conseguido remontarse en aquel aeróstato hasta los 7.000 metros. ¿Por
qué no ir más allá? Asociados a un tercer tripulante, Gastón Tissandier, el
día 15 de abril de 1875 pusieron manos a la obra. Iban perfectamente equipados;
llevaban incluso provisión de aire, contenido en tres balones cautivos, para
cuando el oxígeno, por efecto de la altura, se enrareciese en demasía.
Partieron a las ocho de la mañana del patio de la fábrica de gas donde
habían aprovisionado. Todo fue bien al principio. Un eventual escape de gas a
los 3.000 metros no tuvo mayores consecuencias. A los 7.000 metros hicieron uso,
por primera vez, de las reservas de aire. Iban gozosos, contemplando el paisaje,
aun cuando la temperatura, bajísi-ma, empezaba a entumecerles.
— ¿Hay que echar lastre? —inquirió Sivel.
— Sí —respondió Croce, con desbordante optimismo.
— ¿Hay que echar lastre? —inquirió Sivel.
— Sí —respondió Croce, con desbordante optimismo.
Sivel tomó el cuchillo y, cortadas las cuerdas de los tres sacos de lastre,
el globo ascendió briosamente. La embriaguez de la altura, ahora, se apoderó
de ellos. Ya no sufrían; por el contrario, experimentaban
un indefinible júbilo
interior. Pero Sivel y Croce permanecían inertes, adormecidos, en el fondo de
la barquilla. Solo Tissandier se mantenía consciente, aunque incapaz de
actividad alguna. De pronto, a los 8.500 metros, hasta este último perdió la
movilidad, dominado por un sopor profundísimo. Cuando la recobró, el reloj
marcaba las tres y media. Pero el globo —lo advirtió con espanto—
descendía vertiginosamente.
— ¡Sivel! ¡Croce!
En vano. Sus dos camaradas yacían, muertos ya, en el fondo de la barquilla. Un segundo más tarde, el Zenith, sacudido por una violenta ráfaga de viento, se estrellaba contra las ramas de un árbol.
Sólo Tissandier, milagrosamente, sobreviviría para contarlo.
En vano. Sus dos camaradas yacían, muertos ya, en el fondo de la barquilla. Un segundo más tarde, el Zenith, sacudido por una violenta ráfaga de viento, se estrellaba contra las ramas de un árbol.
Sólo Tissandier, milagrosamente, sobreviviría para contarlo.
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