lunes, 30 de abril de 2012

EL CABALLERO SIN MIEDO Y SIN TACHA


EL CABALLERO SIN MIEDO Y SIN TACHA
Así era llamado por los suyos Pierre de Terrail, señor de Bayard. Ciertamente, la ejecutoria militar de este francés rayaba en el mito. Había combatido sin conocer la derrota en Berletta, ante el Gran Capitán; en Navarra, frente a las mesnadas del Rey Católico; en Agnadel, contra la Liga Santa; en Picardía, contra Enrique VIII de Inglaterra.

Y ahora, apostado en el puente de Gatinara, durante la batalla de Garellano, venía manteniendo a raya durante casi una hora de acometida a cuatrocientos españoles. ¿Cabía desmostración más elocuente de lo que siempre proclamaba?:

— No existen plazas débiles, si en ellas hay valerosos defensores.

Pero la estrella más brillante acaba por palidecer. Y la suya, tras el frustrado intento del mariscal Bonnivet de apoderarse de Milán, vería llegar su ocaso. El momento era gravísimo. Retrocedían. La caballería del general Borbón (Condestable francés al servicio de España) les pisaba los talones.

De pronto, el fuego cruzado de tres arcabuzazos da con él en tierra. Pero ni entonces se descompuso su bizarría; serenamente, ordenó a los suyos que lo recostasen contra un árbol, con el rostro vuelto hacia el enemigo. Así lo halló aún el Condestable Borbón, quien, no bien informado de la noticia había acudido al encuentro del ilustre moribundo para expresarle sus condolencias y ofrecerle el auxilio de los mejores cirujanos del Imperio.

Pero el bayardo, agonizante como estaba, halló aún coraje para declinar aquellas cortesías con estas palabras:

— Monseñor, no hay motivo para apiadarse de mí, pues muero cumpliendo con mi deber.

Sí lo hay, en cambio, para compadecerse de vos, que estáis sirviendo en contra de vuestra patria, de vuestro rey y de vuestra palabra de caballero. . Vivamente turbado, Borbón se alejó en silencio.

domingo, 29 de abril de 2012

NACIMIENTO DE PI Y MARGALL


NACIMIENTO   DE  PI  Y   MARGALL
Nació ese día en Barcelona, de modesta familia. Se llamaba Francisco Pi y Margall. Honesto, estudioso, talentudo; por su exclusivo mérito obtuvo la licenciatura de Derecho. Para subvenir a sus necesidades ejerció con brillantez la enseñanza. Escribió mucho y bien. Tradujo a los clásicos. Y un día, inflamado de ideas irrealizables, ingresó en la política. Era republicano y abogaba por un federalismo puro.

De modo que cuando Amadeo, harto, abdicó la corona que le habían ofrecido en bandeja, Pi puso su talento al servicio de la flamante República como ministro de Gobernación.

Trabajaba sin tasa. Tanto que una vez, no pudiendo ir a comer a casa, ordenó al conserje que le fuese traída la comida.

— ¿De Lardhy o de Los Cisnes, señor? — inquirió el conserje.

— De la Fonda de Barcelonaaclaró Pi con absoluta sencillez.

El conserje se quedó boquiabierto. La Fonda de Barcelona era una hospedería de tres al cuarto y lo usual, en tales casos, era hacerse servir por uno de aquellos dos postineros restaurantes.

—Tome usted tres pesetas —agregó Pi, sin preocuparse del estupor del subalterno— y que le digan al hospedero que la comida es para mí.

— ¡Pero señor! —volvió a escandalizarse el conserje—. Estas comidas son de cargo oficial y las paga el habilitado.

Don Francisco dio un respingo.

— ¡Qué me dice! ¿Esas tenemos?

¡Pues sepa usted que yo pago siempre lo que como! Y otra cosa: desde hoy — quede bien entendido — , aquí ¡se acabó el comer de gorra!

Con razón diría un día Maura en el Congreso que aquel ilustre varón — luego efímero Presidente del Poder Ejecutivo— "logró gozar siempre el privilegio del respeto de todos sus adversarios".

sábado, 28 de abril de 2012

EL HOMBRE QUE HACÍA REÍR


EL HOMBRE QUE HACÍA REÍR
Aquel día vino al mundo en Pola de Lena (Asturias) el hombre que, al decir de Clarín, haría "reír a media España en invierno y a la otra media en verano". Era Vital Aza, médico porque sí, y poeta por la gracia de Dios. Como médico, pues, no pasaría a la Historia; para una vez que había ejercido de facultativo, luego de reconocer al enfermo, cuando los familiares de éste le preguntaron qué le parecía respondió chuscamente:

— Me parece que deben ustedes llamar a un médico.

Tal era el talante de este hombre: espontáneo, gozoso, bonachón. Y lo mismo en las cuartillas que en la vida diaria. Por las mañanas se despertaba cantando fragmentos del género bufo; al mediodía pedía el almuerzo en sonoros endecasílabos; luego, si se terciaba, era capaz de sostener en romance horas enteras de conversación.

Sus poesías festivas corrían de boca en boca.

Hoy vivo de lo que escribo, y pues vivo como vivo, no debo escribir muy mal.

Como sainetero gozaba también del favor del público, con una excepción: la de Luis Bonafoux, crítico agrio y venenoso que hablaba mal de todo el mundo. Vital fingía ignorarlo, pero una vez, tan lejos llevó el otro sus tarascadas, que se fue a buscarlo al Fornos para habérselas con él. Bonafoux era minúsculo, en tanto que él "encendía los pitillos en el farol de la esquina". Así que al verlo lo agarró por las solapas, y después de zarandearlo rudamente acabó por decir:

— Sepa usted que venía con propósito de molerle las costillas, pero por falta material de espacio, desisto.

Y lo soltó como a un pingajo, en medio de la chacota del público.

viernes, 27 de abril de 2012

EL CELO FATAL DEL MAYORDOMO


EL CELO FATAL DEL MAYORDOMO
Vatel era el responsable doméstico de los poderosos príncipes de Conde. Nada escapaba a su ardentísimo celo de "controlador general" de la regia casa. Se cuidaba de todo y muy especialmente de los asuntos de la cocina.

En cierta ocasión el monarca reinante, Luis XIV, prometió honrar con su presencia durante una jornada el castillo de Chantilly, residencia campestre de los Conde. 

Prevenido, Vatel tomó como siempre las disposiciones pertinentes, y cuando el 26 de abril se presentó el monarca acompañado de su séquito, todo estaba fastuosamente dispuesto en el jardín para regalo de los visitantes.

La preparación del banquete había costado la friolera de 300.000 francos; con todo y con eso, para horror de Vatel, debido al imprevisto número de comensales el asado resultó insuficiente.

¡Santo Dios! —se dijo—. ¡Y mañana, vigilia! ¿Cómo allegar, con tal premura, la necesaria provisión de pescado, cuando para mayor calamidad algunos proveedores le habían fallado? El conflicto le hizo perder la cabeza.

— ¡No podré sobrevivir a tanta desgracia! — exclamó—. ¡Mi honra y mi reputación están perdidas!

Acometido por un acceso demencial, desenvainó la espada, ajustó la empuñadura en el quicio de una puerta y por tres veces se arrojó sobre la hoja hasta caer, examine, en un charco de sangre.

jueves, 26 de abril de 2012

REBELIÓN A BORDO


REBELIÓN A BORDO
El navegante inglés William Bligh había acompañado a Cook en su segundo viaje. Gozaba por ello de sólido prestigio, y en 1 787 el Almirantazgo le confió el mando de la fragata Bounty con el encargo de trasladarse a Tahití, donde debía cargar semilla del árbol del pan, cuya aclimatación iba a ensayarse en las Indias Occidentales.

El capitán Bligh era tan competente como extremadamente rígido con la disciplina. Pronto, pues, el malestar se dejó sentir entre la tripulación. Pero lejos de atenuarse, la severidad de Bligh se acentuó aún más, por lo que la marinería, encabezada por el contramaestre Fletcher Christian, acabó por sublevarse y reducir a prisión al capitán.

Era el 26 de abril de 1789. Previa asamblea, los amotinados decidieron entregar al tirano a su suerte, abandonándole en alta mar —con los 18 marineros que le habían permanecido fieles—, en un pequeño bote sin armas y con escasas provisiones. Cinco mil terribles millas habrían de navegar aquellos desdichados antes de tocar tierra de blancos.

Por su parte, los amotinados se dirigieron a Tahití y allí se dividieron en dos grupos: uno, que decidió permanecer en la isla y que pronto habría de pagar en la horca aquella decisión, y otro, más precavido, que marchó, junto con alguna mujeres nativas, a la deshabitada y remota islade Pitcairn, en el Pacífico austral.

Cuando años después, olvidado ya el motín, el navio norteamericano Topaz acertó a "redescubrir" aquella recóndita islita, aún sobrevivía en ella uno de los protagonistas de la rebelión. Los demás, víctimas de las rencillas intestinas, habían perecido.

Mientras, William Bligh, cuyo rigor — ya legendario— tanta literatura fácil iba a inspirar en el futuro, había conquistado los entorchados de almirante.

miércoles, 25 de abril de 2012

LA NOCHE DE "LA MARSELLESA"


LA NOCHE DE "LA MARSELLESA"
En Estrasburgo, plaza fronteriza con Alemania, acababa de hacerse pública la declaración de guerra del ejército francés. El vecindario hervía de patriotismo. 

Dietrich, el alcalde, había ordenado que se repartiese vino y provisiones entre los soldados que se disponían a partir. El mismo, rodeado de oficíales en los salones de la municipalidad, brindaba una y otra vez por el buen éxito de la campaña que iba a comenzar. De pronto reparó en que a su lado se hallaba un joven capitán de Ingenieros, Rouget de Lisie llamado, que gozaba alguna fama — no mucha— como poeta y compositor.

— Amigo —le dice — , ¿no os parece ésta buena ocasión para escribir una canción de guerra capaz de inflamar a los hombres que van a partir hacia el Rhin?
Rouget, que participa del enardecimiento general, responde al punto:

— Lo intentaré.

Y, en efecto, poco después, recluido en su cuarto de la Grande Rué, se pone a trabajar. Es medianoche. De la calle, pese a lo avanzado de la hora, siguen subiendo exaltados y roncos los gritos de la gente. ¡A las armas! ¡Libertad! ¡Abajo la tiranía!... Rouget se advierte enfebrecido. Aquellas voces, aquel clima triunfalista y épico le excita la inspiración. Piensa, siente, garrapatea nerviosa y rápidamente los dos primeros versos contrastados en el violín, están compuestos.

Allons, enfants de la patrie,
le jour de gloire est arrivé!

Lo demás, igualmente rítmico y armonioso, brotaría con la misma torrencial sencillez. Y cuando el alba da sus primeras luces la canción queda terminada. Agotado por el esfuerzo, Rouget se acuesta. Pero apenas descabeza un sueño, le despierta el lejano tronar de los cañones. Salta de la cama y corre alborozado a casa del alcalde.

— ¡Cómo! —se maravilla éste—. ¿Ya. está compuesta la canción, Rouget?

En efecto, "La Marsellesa", el himno más bello y vibrante de la Historia, acababa de nacer. Un golpe de inspiración en la alta noche había hecho el prodigio.

martes, 24 de abril de 2012

EL PASTOR DE MONTALTO


EL PASTOR DE MONTALTO
Se llamaba Félix Peretti y procedía de una humilde familia de hortelanos. En su infancia, antes de ingresar en la Orden franciscana, había desempeñado el oficio de pastor. Luego, por méritos y aprovechamiento, le serían confiados relevantes cargos, hasta alcanzar ya en avanzada edad el cardenalato.

A la muerte de Gregorio XIII, Peretti era un anciano de aspecto achacoso y quebradizo. La cabeza se le derrumbaba sobre el pecho y debía sostenerse con el auxilio de una muleta.

Convocado el cónclave, los miembros del Sacro Colegio se hallaban tan divididos en sus particulares propósitos de elección que en el último instante, como solución transitoria, acordaron elegir pontífice al decrépito "pastor de Mon-talto" —así se le llamaba — , cuyos días, a todas luces, estaban contados. Pero sucedió que no bien concluido el escrutinio y proclamada la elección, el decrépito Peretti, convertido ya en Sixto V, arrojó la muleta, enderezó la figura y con voz firme y tonante rompió a cantar el Te Deum.

Los cardenales, estupefactos, negábanse a creer lo que veían. Y cuando el de Médicis, en su turno de parabién protocolario, expresó al nuevo Papa su asombro por el repentino cambio experimentado, Peretti repuso con viveza:

No os asombréis. Hasta hoy he andado encorvado para buscar mejor las llaves de la tierra. 
Ahora, que las he hallado, miro a lo alto para buscar la cerradura de la puerta del Cielo.

Contra todo pronóstico, aquel pontificado iba a durar cinco años. Y lo que es más: vendría señalado por una serie de notabilísimos aciertos tanto para el orden interno de la Iglesia como para el bien temporal de los Estados Pontificios.