EL SOÑADOR DE SU MUERTE |
Abraham Lincoln, el artífice
del abolicionismo norteamericano, era sobre todo un hombre de humor. Se reía
—y nunca mejor dicho— hasta de su sombra. Aludiendo a su propia fealdad —era
larguirucho, anguloso, cetrino — , solía decir:
— En mis días de bebé, créanme ustedes, era la criatura más hermosa de
Kentucky; pero mi nodriza, negra ella, me cambió un día por otro chico para
complacer a una amiga que iba con el suyo río abajo.
Ni siquiera en las disputas parlamentarias dejaba aquella vena zumbona. Así,
una vez en que su gran rival, Stephen
Douglas, le apostrofó
de "hombre de dos caras", Lincoln, imperturbable, respondió
dirigiéndose al auditorio:
— Lo dejo a su buen sentido, señores. ¿Pueden ustedes creer que si yo
tuviese de veras otra cara iba a usar ésta?
Cuando, ya presidente de la Unión, el día de Año Nuevo de 1 863 se disponía a firmar la trascendental proclama de emancipación de los esclavos, por dos veces tomó la pluma y otras tantas la abandonó. William Seward, su Secretario de Estado, lo miraba sin comprender.
— Entiéndame usted —explicó Lincoln—: mi mano está casi entumecida de tantos apretones. Si ahora, al firmar, llegase a temblarme, los que en días venideros examinasen este documento podrían decir: vaciló.
Y así diciendo, por fin, a la tercera, estampó enérgicamente la histórica firma.
Pero sus días estaban contados. El 14 de abril, víspera del Viernes Santo, la pistola de un fanático sudista le acechaba, para abatirle, entre los cortinajes del palco del teatro Ford de Washington. Era, apenas sin variantes, la misma escena que él había soñado algunos días atrás. Pero incluso entonces, refiriendo aquel sueño premonitorio a sus allegados, había tenido humor para bromear: — Menos mal que en ese sueño, ya se ve, no he sido yo, sino otro, el asesinado.
Cuando, ya presidente de la Unión, el día de Año Nuevo de 1 863 se disponía a firmar la trascendental proclama de emancipación de los esclavos, por dos veces tomó la pluma y otras tantas la abandonó. William Seward, su Secretario de Estado, lo miraba sin comprender.
— Entiéndame usted —explicó Lincoln—: mi mano está casi entumecida de tantos apretones. Si ahora, al firmar, llegase a temblarme, los que en días venideros examinasen este documento podrían decir: vaciló.
Y así diciendo, por fin, a la tercera, estampó enérgicamente la histórica firma.
Pero sus días estaban contados. El 14 de abril, víspera del Viernes Santo, la pistola de un fanático sudista le acechaba, para abatirle, entre los cortinajes del palco del teatro Ford de Washington. Era, apenas sin variantes, la misma escena que él había soñado algunos días atrás. Pero incluso entonces, refiriendo aquel sueño premonitorio a sus allegados, había tenido humor para bromear: — Menos mal que en ese sueño, ya se ve, no he sido yo, sino otro, el asesinado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario