EL DOMADOR DEL RAYO |
Octogenario y colmado de honores,
aquel día dejó de existir en Filadelfia el hombre tal vez más representativo
de su tiempo: Benjamín Franklin. La conmoción en los Estados Unidos fue
inmensa. No en vano Franklin, el viejo Franklin constituía el símbolo vivo del
pueblo cuya pujanza se aprestaba a
asumir la hegemonía
del orbe.
Todo lo había sido aquel hombre de humilde origen: fabricante de velas,
impresor, científico, literato, adalid de la independencia del país,
inventor...
Una tarde del mes de julio de 1752 el cielo
de Filadelfia aparecía encapotado y tormentoso. Era, para todo el mundo, la
hora de ocultarse, de buscar refugio lo más recóndito posible. Para todo el
mundo... menos para Franklin y su pequeño hijo.
Para éstos, al contrario, era
la hora de cita con el cíelo; la hora, en fin, de interrogar al trueno y de
dialogar cara a cara con el rayo. Después de todo, ¿qué era, qué podía ser
éste sino una descarga de electricidad entre dos nubes? Impávidamente, pues,
salieron padre e hijo a campo abierto con la cometa preparada.
Y cuando el
viento, preludio del estallido eléctrico, comenzó a soplar, soltaron el
ingenio y largaron el fino hilo de seda en cuyo extremo iba inserto un pequeño
interruptor. Las descargas no tardaron en romper. A poco se sucedían
infernalmente. Era el momento, el crítico momento a vida o muerte, que Franklin
aguardaba. De pronto, fiándolo todo a la intuición, accionó el interruptor, y
la chispa, la primera chispa atraída adrede retumbó horrísona, pero
victoriosamente domesticada por el genio del hombre.
El pararrayos había nacido. Quien tantos servicios había prestado ya a su
patria, prestaba también éste, valiosísimo, a la Humanidad entera. No fue
excesivo, por lo tanto, el mes de luto que, aquel 1 7 de abril de 1790, decretó
el Gobierno de los Estados Unidos por el insigne inventor.
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