martes, 17 de abril de 2012

EL DOMADOR DEL RAYO


EL DOMADOR DEL RAYO
Octogenario y colmado de honores, aquel día dejó de existir en Filadelfia el hombre tal vez más representativo de su tiempo: Benjamín Franklin. La conmoción en los Estados Unidos fue inmensa. No en vano Franklin, el viejo Franklin constituía el símbolo vivo del pueblo cuya pujanza se aprestaba a asumir la hegemonía del orbe.

Todo lo había sido aquel hombre de humilde origen: fabricante de velas, impresor, científico, literato, adalid de la independencia del país, inventor...

Una tarde del mes de julio de 1752 el cielo de Filadelfia aparecía encapotado y tormentoso. Era, para todo el mundo, la hora de ocultarse, de buscar refugio lo más recóndito posible. Para todo el mundo... menos para Franklin y su pequeño hijo. 

Para éstos, al contrario, era la hora de cita con el cíelo; la hora, en fin, de interrogar al trueno y de dialogar cara a cara con el rayo. Después de todo, ¿qué era, qué podía ser éste sino una descarga de electricidad entre dos nubes? Impávidamente, pues, salieron padre e hijo a campo abierto con la cometa preparada. 

Y cuando el viento, preludio del estallido eléctrico, comenzó a soplar, soltaron el ingenio y largaron el fino hilo de seda en cuyo extremo iba inserto un pequeño interruptor. Las descargas no tardaron en romper. A poco se sucedían infernalmente. Era el momento, el crítico momento a vida o muerte, que Franklin aguardaba. De pronto, fiándolo todo a la intuición, accionó el interruptor, y la chispa, la primera chispa atraída adrede retumbó horrísona, pero victoriosamente domesticada por el genio del hombre.

El pararrayos había nacido. Quien tantos servicios había prestado ya a su patria, prestaba también éste, valiosísimo, a la Humanidad entera. No fue excesivo, por lo tanto, el mes de luto que, aquel 1 7 de abril de 1790, decretó el Gobierno de los Estados Unidos por el insigne inventor.

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