UN INCLUSERO ILUSTRE |
Aquella noche, el torno de la Casa de Expósitos de Morón (Sevilla) se animó con los llantos de un recién nacido. ¿Quiénes eran sus padres? Nunca llegó a saberse. Pero el muchacho, para la Historia Nicolás María Rivero, revelaría en seguida dotes excepcionales. Hízose médico; después, abogado, y en la Legislatura de 1845, elegido diputado por Ecija, tuvo el valor de alzar su voz en la Cámara para pedir que fuera depuesto el monarca "porque sus veleidades y caprichos lo hacían incompatible con la voluntad de la Nación".
Pronto llegó Rivero a encabezar el partido democrático y a presidir las Cortes Constituyentes. Activo, enérgico, orador brillante, cuando la sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil no dudó en dirigirse a las barricadas que se alzaban en la plaza de San Antón para mediar en el conflicto. Le seguía un secretario, el cual, achuchado por el miedo, no se cansaba de pedir al pro-hombre que se pusiese a cubierto de las balas.
— Bien; así lo haré —acabó por decirle Rivero, fastidiado—, pero con una condición: que siga usted hasta el lugar de la refriega y, una vez enterado de cuanto allí ocurre, regrese a informarme.
Era hombre de salidas demoledoras. En otra ocasión, durante una asamblea de su partido, vino a tomar la palabra para horror de todos los presentes un correligionario de fila, pomposo y hablador, que quería disertar acerca de los orígenes de la democracia.
— Señores —comenzó, tomándolo de largo — , está claro que la Tierra tuvo una primera fase incandescente... Luego, con el enfriamiento, surgieron las especies... en seguida, al correr de las eras geológicas...
— ¡Un momento, por favor! —interrumpió aquí, con teatral gravedad, Nicolás María Rivero—. Voy a pedir un paraguas para cuando lleguemos al Diluvio...
La carcajada de los asambleístas ahogó en un mar de ridículo al aprendiz de Demóstenes.
La carcajada de los asambleístas ahogó en un mar de ridículo al aprendiz de Demóstenes.
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