LUIS XVI EN EL CADALSO |
Ya años atrás, en ocasión de asistir a un concierto en la Opera, lo había vaticinado un simple músico de la orquesta, al advertir que el monarca, aburrido sin duda, abandonaba el palco.
— ¡Qué reinado se nos prepara!
— ¡Qué reinado se nos prepara!
Luis XVI, en efecto, vivía para casi todo al margen de la realidad. Hasta el punto que, cuando en la mañana del 1 4 de julio el duque de Liancourt llegó jadeante a Versalles para anunciarle que las turbas habían asaltado los Inválidos y tomado la Bastilla, se limitó a exclamar:
— Amigo mío, ¡eso es un motín!
— No, Sire —le respondió secamente Liancourt— ¡Eso es la Revolución!
Ni más ni menos. La Revolución, la sangrienta y voraz Revolución que días más tarde habría de conducirle a él, junto con toda la familia, a la prisión del Temple. De allí, una vez sustanciado el turbulento proceso, saldría el desdichado monarca, en la mañana del 21 de enero, para morir en la guillotina.
Sólo entonces, por excepción, supo mostrarse a la altura de las circunstancias. Frío, digno, imperturbable, subió los peldaños del cadalso, y antes de ofrecer su cuello al verdugo, gritó dirigiéndose a la muchedumbre que asistía al acontecimiento:
— ¡Franceses! Muero inocente de todos los crímenes que se me imputan. Perdono a los autores de mi muerte y pido a Dios que mi sangre no recaiga sobre Francia.
El redoble de los tambores ahogó las últimas palabras del reo. En seguida, la cuchilla de la guillotina, con un golpe sordo y seco, hizo lo demás.
— No, Sire —le respondió secamente Liancourt— ¡Eso es la Revolución!
Ni más ni menos. La Revolución, la sangrienta y voraz Revolución que días más tarde habría de conducirle a él, junto con toda la familia, a la prisión del Temple. De allí, una vez sustanciado el turbulento proceso, saldría el desdichado monarca, en la mañana del 21 de enero, para morir en la guillotina.
Sólo entonces, por excepción, supo mostrarse a la altura de las circunstancias. Frío, digno, imperturbable, subió los peldaños del cadalso, y antes de ofrecer su cuello al verdugo, gritó dirigiéndose a la muchedumbre que asistía al acontecimiento:
— ¡Franceses! Muero inocente de todos los crímenes que se me imputan. Perdono a los autores de mi muerte y pido a Dios que mi sangre no recaiga sobre Francia.
El redoble de los tambores ahogó las últimas palabras del reo. En seguida, la cuchilla de la guillotina, con un golpe sordo y seco, hizo lo demás.
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