domingo, 22 de enero de 2012

ALVAREZ DE CASTRO, EL INDÓMITO


ALVAREZ DE CASTRO, EL INDÓMITO
n no era sino alférez Mariano Alvarez de Castro cuando un día, en Burgo de Osma, su ciudad natal, entró en la catedral para oír misa. Ignorando que el coro fuese lugar reservado a los caballeros de las Ordenes Militares, allí se sentó. Al poco tiempo, por orden del Obispo, le hicieron levantarse. Mariano encajó, no sin turbación, el desaire, pero tan pronto se vio en Madrid solicitó y obtuvo (pues le sobraban títulos) el hábito de Santiago. Al año siguiente, a la misma hora y en la misma misa, volvió a ocupar el mismo sitio. Y otra vez, por mandato del obispo, volvieron a ordenarle que se levantase. Pero esta vez, sin inmutarse, Mariano mostró al mandado la cruz de Santiago que llevaba al pecho y dijo:

— Con todos los respetos, decidle a Su llustrísima que el viaje que he tenido que hacer a la corte para obtener esta venera me ha dejado sin fuerzas para levantarme.

Tal era la flema del futuro defensor de Gerona. Jamás hablaba a humo de pajas, sino seca, cortante, lapidariamente. Cuando, tras siete meses del primer asedio, uno de los defensores se atrevió a insinuarle la idea de capitular, Alvarez de Castro le replicó de modo rotundo:

— ¡Cómo! ¿Raquea su valor? Está bien. Cuando no tengamos otra cosa que llevarnos a la boca, nos comeremos a usted y a todos los de su ralea.
Durante el segundo asedio, ya en el límite de la resistencia que precedería a la entrega de la plaza, cierto oficial hubo de ser comisionado para realizar una salida de emergencia. Y como, antes de partir, preguntase a dónde debería acogerse en caso de retirada, Alvarez de Castro le respondió con restallante laconismo:

— ¡Al cementerio!

Con ese mismo temple espartano afrontaría la muerte, el 22 de enero de 1810, en los lóbregos calabozos del castillo gerundense de San Fernando.

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