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| LA ÚLTIMA REINA DE ESCOCIA |
Casi veinte años estuvo María prisionera de su prima. Por último, bajo burdo pretexto, fue acusada de conspiración contra la reina y sujeta a proceso. Cuando tres semanas después de emitido el veredicto de culpabilidad por el Tribunal del Crimen le fue comunicado el final que le aguardaba, María escuchó la sentencia con impasibilidad, pero en seguida tomó la pluma para escribir a Isabel: "Algún día habréis de responder de vuestras órdenes, y deseo que para entonces no sea olvidada mi sangre ni la de mi país".
La noche del 7, precedente a la ejecución, no quiso acostarse. Se entretuvo escribiendo el testamento y más tarde, como le fuesen negados los auxilios espirituales de un sacedote católico, rogó a su acompañante, Jane Kennedy, que le leyese algunas páginas del Libro de las Horas.
Al salir camino del cadalso, los pasillos de la fortaleza aparecían atestados de guardianes y curiosos. Uno de éstos, el conde de Kent, irritado al verle el crucifijo que llevaba en la mano la increpó:
— ¡Más os valiese tener a Cristo en el corazón!
A lo que María, mirándole sin acritud, repuso dulcemente:
— No lo tendría en la mano, si no lo llevase en el corazón.
Subiendo ya las gradas del tablado, un cortesano le ofreció su mano.
— Gracias —dijo María — ; será éste el último trabajo que os dé y el más agradable servicio que me hayáis prestado.
Tres veces iba a caer el hacha del verdugo hasta acertar con el cuello de la desdichada.
A lo que María, mirándole sin acritud, repuso dulcemente:
— No lo tendría en la mano, si no lo llevase en el corazón.
Subiendo ya las gradas del tablado, un cortesano le ofreció su mano.
— Gracias —dijo María — ; será éste el último trabajo que os dé y el más agradable servicio que me hayáis prestado.
Tres veces iba a caer el hacha del verdugo hasta acertar con el cuello de la desdichada.

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