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| LA PRIMERA IMAGEN TELEVISIVA |
La experiencia de Nikov, sin embargo, no resolvía satisfactoriamente el problema básico de la televisión; restaban aún por inventar las células fotoeléctricas apropiadas y habrían de pasar cuarenta años para que el logro madurase en plenitud.
El artífice iba a ser John Logie Baird, un joven físico británico que venía aplicándose con ahínco al estudio de las ondas hertzianas como vehículo transmisor de las imágenes a distancia. Un día, tras infinitos ensayos, lo logró. La muñeca de ventrílocuo con que probaba una y otra vez, apareció nítidamente reproducida en la pantalla. ¡Eureka! Loco de alegría, Baird corrió escaleras abajo. En el rellano encontró a un muchacho. Le ofreció media corona para que subiese con él al laboratorio y le invitó a sentarse frente al transmisor. ¡El milagro volvió a repetirse! El rostro de aquel mozalbete, William Tayton, era la primera expresión viviente captada por la televisión.
Cuatro meses después, el 26 de enero de 1926, el sensacional descubrimiento sería refrendado oficialmente ante una nutrida representación de la Royal Institution, de Londres, allá en la vieja buhardilla de Frih Street, donde Baird tenía establecido su primitivo laboratorio.

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