viernes, 27 de enero de 2012

EL ÚLTIMO KAISER


EL ÚLTIMO KAISER
Aquel día vino al mundo, con no pocas dificultades, el hombre que iba a regir por última vez con el título de emperador los destinos de Alemania. Era Guillermo II. Impedido de un brazo, trabado de una pierna, aquejado de dolores de oídos, diríase el símbolo de los defectos que aguardaban al país bajo su reinado.

Autócrata nato, no tardó en separar del Gobierno al gran Bismarck, celoso guardián del Imperio, sustituyéndolo por Boulow, un títere complaciente con los caprichos del soberano. Espíritu tornadizo y orgulloso, Guillermo se movía por impulsos, a menudo pueriles y extravagantes.
Una vez, cuando visitaba un cuartel, observó que el cabo de guardia mostraba una expresión abatida. Le preguntó qué le ocurría y cuando el cabo, azoradí-simo, le reveló que el padre de la novia se negaba a autorizar sus relaciones con ella en tanto no ostentase los galones de sargento, dijo el soberano:

— ¡Ah! ¿Es eso? Lo suponía. Pues bien: dígale usted a su futuro suegro que Guillermo II acaba de nombrarle sargento.

Y así lo hizo. Otro día, aquejado de un ligero resfriado, hubo de guardar cama. Y cuando el facultativo, con ánimo de tranquilizarle, le dijo que aquello no era sino "un pequeño resfriado", se irguió del lecho, miró severamente al médico y corrigió:

— ¡Querrá usted decir un gran resfriado! No olvide que soy yo quien lo sufre.

A veces su espontaneidad rayaba en el agravio. Así, cuando vio un día el famoso cuadro de La Cena, de Fritz von Uhde, modelo de pintura realista, exclamó:

— ¿Es esto la Santa Cena? ¡Bah! Esto es una francachela anarquista.

No tardó mucho este hombre en dar traste con el Imperio y en acabar sus días en el exilio.

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