EL ÚLTIMO KAISER |
Autócrata nato, no tardó en separar del Gobierno al gran Bismarck, celoso guardián del Imperio, sustituyéndolo por Boulow, un títere complaciente con los caprichos del soberano. Espíritu tornadizo y orgulloso, Guillermo se movía por impulsos, a menudo pueriles y extravagantes.
Una vez, cuando visitaba un cuartel, observó que el cabo de guardia mostraba una expresión abatida. Le preguntó qué le ocurría y cuando el cabo, azoradí-simo, le reveló que el padre de la novia se negaba a autorizar sus relaciones con ella en tanto no ostentase los galones de sargento, dijo el soberano:
— ¡Ah! ¿Es eso? Lo suponía. Pues bien: dígale usted a su futuro suegro que Guillermo II acaba de nombrarle sargento.
Y así lo hizo. Otro día, aquejado de un ligero resfriado, hubo de guardar cama. Y cuando el facultativo, con ánimo de tranquilizarle, le dijo que aquello no era sino "un pequeño resfriado", se irguió del lecho, miró severamente al médico y corrigió:
— ¡Querrá usted decir un gran resfriado! No olvide que soy yo quien lo sufre.
A veces su espontaneidad rayaba en el agravio. Así, cuando vio un día el famoso cuadro de La Cena, de Fritz von Uhde, modelo de pintura realista, exclamó:
— ¿Es esto la Santa Cena? ¡Bah! Esto es una francachela anarquista.
No tardó mucho este hombre en dar traste con el Imperio y en acabar sus días en el exilio.
— ¡Querrá usted decir un gran resfriado! No olvide que soy yo quien lo sufre.
A veces su espontaneidad rayaba en el agravio. Así, cuando vio un día el famoso cuadro de La Cena, de Fritz von Uhde, modelo de pintura realista, exclamó:
— ¿Es esto la Santa Cena? ¡Bah! Esto es una francachela anarquista.
No tardó mucho este hombre en dar traste con el Imperio y en acabar sus días en el exilio.
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