LA ESPAÑOLA EMPERATRIZ DE LOS FRANCESES |
— Dispensadme la audacia —le dijo Luis—. ¿Está libre vuestro corazón?
Con graciosa espontaneidad, repuso Eugenia:
— Bien sé, Señor, que se me ha calumniado. Y no negaré que mi corazón haya latido alguna vez con particular violencia, pero eso pasó, os lo aseguro, y al presente soy íntegramente la señorita de Montijo.
El Emperador respiró con alivio y puso un beso en la mano de la bella granadina.
— Bien sé, Señor, que se me ha calumniado. Y no negaré que mi corazón haya latido alguna vez con particular violencia, pero eso pasó, os lo aseguro, y al presente soy íntegramente la señorita de Montijo.
El Emperador respiró con alivio y puso un beso en la mano de la bella granadina.
— ¿Por qué camino, decidme —le preguntó otro día — , podría llegar a vuestro corazón?
A lo que Eugenia, con su donoso desenfado andaluz, le contestó:
— Sólo por uno, Señor: por el de la vicaría.
Así llegó, en efecto, la gentil Eugenia a Emperatriz de los franceses. Honor, por cierto, que jamás le haría olvidar su tierra española, sino al contrario. En cierta ocasión, conversando con un afamado escritor francés, al pronto hizo un quiebro en el diálogo para rogarle:
— Y ahora, por favor, contadme, con-tadme cosas de mi amado país.
Engañado, el escritor prorrumpió:
— ¡Oh, la France... la France...!
— No, no —le atajó ella, con perfecta naturalidad — ; me refiero a España, a mi verdadera patria.
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