martes, 24 de enero de 2012

CALÍGULA, EL MONSTRUO


CALÍGULA, EL MONSTRUO
"Lo dejo vivir para su desgracia y para la de todos", cuentan que dijo un día el resentido Tiberio, en Caprí, donde Calígula formaba parte de la corte imperial. Lo de Calígula era apodo, derivado de cáligas — botitas —, con las que su padre, Germánico, solía calzarle.

Al principio Calígula había sido un emperador benigno. La locura le sobrevino luego, a raíz de una extraña enfermedad. Entonces se hizo llamar con títulos reservados al dios Júpiter, arrancó la cabeza de Júpiter Olímpico y la sustituyó por la suya.

— Los que no me creen dios —le dijo una vez a Filón, filósofo judío que se había atrevido a razonarle por qué los suyos le negaban el culto divino —son más locos que culpables.

La demencial crueldad de este hombre no iba a conocer límites. Forzaba a los senadores a que corriesen detrás de su carro de guerra; en el circo ordenaba espolear la cólera de la multitud con latigazos y echar a la arena, en lugar de gladiadores, débiles esclavos o aterrados padres de familia. Nada ni nadie escapaba a su perversidad. Ultrajó a su propia hermana y después le dio muerte. Llegó a ordenar que se alimentase a las fieras con la carne de las víctimas del circo.

— ¡Lástima —exclamó un día— que el pueblo de Roma no tuviese sino una cabeza para cercenarla de un tajo!

Aquella orgía de excesos no era ya digerible ni para el depravado estómago de Roma. El pueblo, aterrorizado, pedía el fin de Calígula. Así, el 24 de enero del año 41, cuando se dirigía al foro por una galería subterránea, los tribunos Casio Quereas y Cornelio Sabino acabaron con él.

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