lunes, 2 de abril de 2012

LA MUERTE DE MIRABEAU


LA MUERTE DE MIRABEAU
Honorato de Mirabeau había nacido en Bignon, de una familia provenzal recién ennoblecida. Exuberante, versátil, tempestuoso, desde su juventud había dado pruebas de poseer un don especial para seducir a hombres y mujeres, aún cuando su fealdad fuese proverbial.

Ello estribaba sin duda en la lozanía de su ingenio, capaz de rasgos tan insignes como aquel en que, acusado de rapto ante la justicia, vino a decir al tribunal: — Señores, se me acusa de seducción, y la cosa es tan risible que por todo descargo solicito que se exhiba públicamente mi retrato.
 
Después de sufrir algunos años de prisión, vagabundeó desordenadamente por Europa. Más tarde, elegido diputado por el Tercer Estado, supo labrarse reputación de hombre público y fama de tribuno eminente. Retórico, vibrante, gran improvisador, cautivaba a las masas; pero los excesos cometidos no tardaron en pasarle factura. Cuando, con recta visión de los problemas patrios, se esforzaba en conciliar la tambaleante Monarquía con las airadas reivindicaciones del proletariado, cayó enfermo de muerte.

— ¡Sostén mi cabeza, la más fuerte de Francia! —es fama que dijo entonces, orgullosamente, a su criado.

Le rodeaban varios amigos, entre ellos el conde La Mark, quien días antes había disertado brillantemente ante él acerca de las muertes hermosas.

— Y bien, querido amigo —dijo burlo-namente a La Mark—, vos que tanto entendéis de bellas muertes, ¿estáis satisfecho? Por mi parte, ya sólo deseo una cosa: dormir.
Instantes después entraba en el sueño eterno.

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