jueves, 1 de marzo de 2012

¡QUE SALGA EL AUTOR!


¡QUE SALGA EL AUTOR!
Aquella noche, la cartelera del madrileño teatro de la Cruz anunciaba el estreno de una nueva obra: El Trovador. Poco o nada se sabía de ella, puesto que entonces era costumbre no revelar la identidad del autor hasta el término de la representación. Los iniciados sabían, a lo sumo, que procedía de un autor novel y que su puesta en escena había sido patrocinada, con gran empeño, por el ilustre poeta José de Espronceda.

Se alzó el telón. Desde el primer instante, la originalidad del enredo argu-mental, el nuevo giro de las situaciones dramáticas, la lozanía del verso, todo, en fin, cautivó en forma inusitada la atención del público. Cuando el telón cayó por última vez y, conforme a la costumbre, se dio a conocer el nombre del autor —Antonio García Gutiérrez—, la sala se venía abajo. Por primera vez en la historia del teatro español, el público,  puesto en pie, gritaba enfervorizado:

— ¡Que salga el autor! ¡Que salga el autor!

Y para asombro de todos, el autor salió. Era un soldadito. Humilde, apocado, vestido con el ruin uniforme de rayadillo. El público lo ignoraba aún, pero aquel pobre soldado, para asistir al estreno de su obra, había tenido que escaparse del cuartel, saltando las tapias y acudiendo a pie desde Leganés.

Días más tarde la reina gobernadora María Cristina acudió al teatro, y tras felicitar al autor, le ofreció la merced que más le apeteciese. García Gutiérrez, sin pensarlo dos voces, respondió:

— La licencia absoluta, señora. Y le fue concedida.

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