viernes, 23 de marzo de 2012

LA RESURRECCIÓN DE POMPEYA


LA RESURRECCIÓN DE POMPEYA
Casi diez y siete siglos atrás, un 20 de agosto claro y radiante, la ciudad romana de Pompeya había quedado destruida — materialmente sepultada— por la súbita erupción del Vesubio. El olvido, más o menos culpable, iba a ser por mucho tiempo el sudario de esta infortunada ciudad. Diríase que todo el mundo se atuviese a la lúgubre inscripción que el virrey de Ñapóles, Manuel de Fonseca, había hecho grabar hacia 1 632 en las cercanías del área sepulcral de la urbe: "Si eres juicioso, escucha la voz de este mármol y huye de aquí sin dudar". Así hasta que un día, el 23 de marzo de 1 748, el príncipe Carlos de las Dos Sici-lias (después Carlos III de España), animado por los tanteos que algunos años antes había emprendido por su cuenta el duque de d'Elboeuf, ordenó el inicio formal de las excavaciones en el lugar maldito.

No era más que un equipo de doce hombres, pero pronto dieron con el primer hallazgo: el cadáver petrificado de un hombre que apretaba algunas monedas en la mano. Los trabajos prosiguieron con ardor. Y en noviembre, como fruto de ello, apareció un colosal anfiteatro. Luego casas suntuosas, ricos sepulcros, primorosas pinturas, mosaicos... Pero el misterio persistía. ¿Qué era aquello? ¿De verdad Pompeya o alguno de los múltiples núcleos satélites que circundaran la ciudad? No pasaría mucho tiempo sin que la incógnita se despejase. Un día, entre otras, apareció una estatua de mármol. Representaba a un hombre togado, y en el zócalo, caído al pie, rezaba esta leyenda: "En nombre del Emperador César Vespasiano Augusto, el Tribuno I. Svidius Clemens ha hecho saber que el Estado devuelve a los ciudadanos de Pompeya las propiedades particulares".

Ya no cabía duda: aquello era Pompeya, la ciudad mártir, que como el Ave Fénix se disponía a renacer de sus cenizas.

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