LA RESURRECCIÓN DE POMPEYA |
Casi diez y siete siglos atrás,
un 20 de agosto claro y radiante, la ciudad romana de Pompeya había quedado
destruida — materialmente sepultada— por la súbita erupción del Vesubio.
El olvido, más o menos culpable, iba a ser por mucho tiempo el sudario de esta
infortunada ciudad. Diríase que todo el mundo se atuviese a la lúgubre
inscripción que el virrey de Ñapóles, Manuel de Fonseca, había hecho grabar
hacia 1 632 en las cercanías del área sepulcral de la urbe: "Si eres
juicioso, escucha la voz de este mármol y huye de aquí sin dudar". Así
hasta que un día, el 23 de marzo de 1 748, el príncipe Carlos de las Dos
Sici-lias (después Carlos III
de España),
animado por los tanteos que algunos años antes había emprendido por su cuenta
el duque de d'Elboeuf, ordenó el inicio formal de las excavaciones en el lugar
maldito.
No era más que un equipo de doce hombres, pero pronto dieron con el primer
hallazgo: el cadáver petrificado de un hombre que apretaba algunas monedas en
la mano. Los trabajos prosiguieron con ardor. Y en noviembre, como fruto de
ello, apareció un colosal anfiteatro. Luego casas suntuosas, ricos sepulcros,
primorosas pinturas, mosaicos... Pero el misterio persistía. ¿Qué era
aquello? ¿De verdad Pompeya o alguno
de los múltiples
núcleos satélites que circundaran la ciudad? No pasaría mucho tiempo sin que
la incógnita se despejase. Un día, entre otras, apareció una estatua de
mármol. Representaba a un hombre togado, y en el zócalo, caído al pie, rezaba
esta leyenda: "En nombre del Emperador César Vespasiano Augusto, el
Tribuno I. Svidius Clemens ha hecho saber que el Estado devuelve a los
ciudadanos de Pompeya las propiedades particulares".
Ya no cabía duda: aquello era Pompeya, la ciudad mártir, que como el Ave
Fénix se disponía a renacer de sus cenizas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario