jueves, 22 de marzo de 2012

LA MUERTE DE GOETHE


LA MUERTE DE GOETHE
Lo había sido todo en la vida: poeta, dramaturgo, filósofo, director de minas, experto en finanzas, consejero áulico, ministro... Hasta la Anatomía habría de deberle un hallazgo: el Goetheknochen, o hueso de Goethe.

— La laboriosidad —solía decir— forma las nueve décimas partes del ingenio.

Aquel hombre, de enciclopédicos saberes, vivió lo suficiente para conocer sin embargo la importancia de la modestia como soporte de la conducta individual. A un joven ambicioso, cuyas dotes parecían augurarle brillante porvenir, le dijo un día gráficamente:

— Si no quieres que las cornejas graznen a tu alrededor, no seas nunca remate de campanario.
El, en cambio, estaba condenado a serlo casi vitaliciamente. Rodeado de una perenne aureola popular, amado por las mujeres, lisonjeado por los poderosos, mantendría hasta la ancianidad una actividad fecunda y brillantísima.

Poco antes de morir acertó a coronar felizmente su obra cumbre Fausto, poema dramático que llevaba hincado en el alma desde que una vez, siendo niño, presenciara un espectáculo de marionetas. Aquel día le dijo, dichoso, a Ecker-man, su gran amigo:

— Ya puedo considerar como regalo lo que me quede por vivir.

Le quedaba apenas un mes. Y cuando, postrado en el lecho de muerte, se debatía en los estertores de la agonía, exclamó aún con misteriosa avidez:

— ¡Luz...! ¡Más luz...!

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