EL PRESTIGIO DE LA ESTAMPA |
En la ciudad noruega de Skien
vendría al mundo aquel día el hombre cuyo pensamiento dramático, crudo y
vigoroso, iba a revolucionar los modos expresivos del teatro tradicional. Era
Ibsen, Enrique Ibsen. Aunque primogénito de un rico comerciante, le aguardaba
una infancia triste y solitaria, llena de dolorosas pruebas. Antes de escalar la
cumbre de la fama sería de todo: mancebo de botica, periodista, meritorio de
teatro... Falto de la debida comprensión en su patria,
se dedicó a viajar
por el extranjero, en especial por Italia y Alemania, donde empezó a
reconocérsele el talento.
Ibsen era hombre de modos y aspecto huraños. Miope, barbudo, de frondosas
melenas, gustaba de dar largos paseos solitarios abismado en sus meditaciones.
Así iba una vez por los alrededores de Roma cuando al pronto se advirtió
desorientado. Distinguió un cartel indicativo, pero como no pudo leerlo,
requirió la ayuda de un campesino que casualmente
pasaba por allí. El
rústico, confuso, puso los ojos en el rótulo, pero en seguida, con aire de
cazurra complicidad, dijo:
— ¿Para qué vamos a engañarnos, amigo? Tampoco yo sé leer.
Ibsen, por lo demás, era hombre de hábitos rutinarios. En Munich, donde residía largas temporadas, ocupaba siempre la misma mesa en la misma cervecería, por lo que su estampa, ya muy popular, llegó a convertirse en un valioso reclamo para el establecimiento. Hasta el punto de que cuando, llamado por la nostalgia, abandonó Baviera para trasladarse a Noruega, el cervecero, hombre avispado, se apresuró a alquilar un sujeto de hechuras ibsenianas; lo disfrazó convenientemente y allí lo mantuvo, por horas, durante largos meses.
Así, por un tiempo, llegó a haber dos Ibsen: uno en Baviera y otro en Cristianía. Todo un signo de la universalidad que le aguardaba.
Ibsen, por lo demás, era hombre de hábitos rutinarios. En Munich, donde residía largas temporadas, ocupaba siempre la misma mesa en la misma cervecería, por lo que su estampa, ya muy popular, llegó a convertirse en un valioso reclamo para el establecimiento. Hasta el punto de que cuando, llamado por la nostalgia, abandonó Baviera para trasladarse a Noruega, el cervecero, hombre avispado, se apresuró a alquilar un sujeto de hechuras ibsenianas; lo disfrazó convenientemente y allí lo mantuvo, por horas, durante largos meses.
Así, por un tiempo, llegó a haber dos Ibsen: uno en Baviera y otro en Cristianía. Todo un signo de la universalidad que le aguardaba.
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