martes, 20 de marzo de 2012

EL PRESTIGIO DE LA ESTAMPA


EL PRESTIGIO DE LA ESTAMPA
En la ciudad noruega de Skien vendría al mundo aquel día el hombre cuyo pensamiento dramático, crudo y vigoroso, iba a revolucionar los modos expresivos del teatro tradicional. Era Ibsen, Enrique Ibsen. Aunque primogénito de un rico comerciante, le aguardaba una infancia triste y solitaria, llena de dolorosas pruebas. Antes de escalar la cumbre de la fama sería de todo: mancebo de botica, periodista, meritorio de teatro... Falto de la debida comprensión en su patria, se dedicó a viajar por el extranjero, en especial por Italia y Alemania, donde empezó a reconocérsele el talento.

Ibsen era hombre de modos y aspecto huraños. Miope, barbudo, de frondosas melenas, gustaba de dar largos paseos solitarios abismado en sus meditaciones. Así iba una vez por los alrededores de Roma cuando al pronto se advirtió desorientado. Distinguió un cartel indicativo, pero como no pudo leerlo, requirió la ayuda de un campesino que casualmente pasaba por allí. El rústico, confuso, puso los ojos en el rótulo, pero en seguida, con aire de cazurra complicidad, dijo:

— ¿Para qué vamos a engañarnos, amigo? Tampoco yo sé leer.

Ibsen, por lo demás, era hombre de hábitos rutinarios. En Munich, donde residía largas temporadas, ocupaba siempre la misma mesa en la misma cervecería, por lo que su estampa, ya muy popular, llegó a convertirse en un valioso reclamo para el establecimiento. Hasta el punto de que cuando, llamado por la nostalgia, abandonó Baviera para trasladarse a Noruega, el cervecero, hombre avispado, se apresuró a alquilar un sujeto de hechuras ibsenianas; lo disfrazó convenientemente y allí lo mantuvo, por horas, durante largos meses.
Así, por un tiempo, llegó a haber dos Ibsen: uno en Baviera y otro en Cristianía. Todo un signo de la universalidad que le aguardaba.

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