EL INCREIBLE HELIOGÁBALO |
Se llamaba vario Avito Bossiano, pero una vez
entronizado como Emperador, a la muerte de Macrino, se hizo llamar Heliogábalo,
corrupción griega del dios sirio Elegabal.
Iba a ser uno de los más nefastos césares de la
historia de Roma. A la par loco y perverso, jamás se ponía dos veces el mismo
vestido ni se bañaba sino en esencia de nardos o de rosas. Para gozare en su
depformidad, sentaba a la mesa a tuertos, cojos y jorobados. Un dia ordenó que
le fuesen traídas todas las telarañas de Roma para averiguar cuanto pesaban.
Cuando lo supo (cien libras), exclamo puerilmente:
--¡He aqui la mejor prueba de la grandeza de
Roma!
No pensaba más que en la satisfación de sus
placeres. Se pintaba el rostro como una mujer; haciase de pastelero, de
perfumista, de tabernero, de mercader de esclavos... Vendía los
cargos militares, los empleos públicos, las intendencias, las legaciones...
Deseoso de apagar el fuego perpetuo y establecer como único dios a Elegabal,
sacrificó, como víctimas propiciatorias, a los niños más hermosos de Italia.
Vivía rodeado de amigos impúdicos, de rufianes, de falsos filósofos, y nada
le divertía tanto como soltar fieras —bien que desarmadas— en medio de los
banquetes para aterrorizar a los comensales, a los que, perversamente, obligaba a
comer manjares trufados con granos de oro, perlas y piedras preciosas. En el
colmo del desvarío,
llegó a organizar naumaquias (simulacros de combate naval) en canales de vino y
carreras de elefantes sobre las tumbas del monte Vaticano.
Cuando, en la mañana del día 11 de marzo de 222, los pretorianos, hartos de
tan abominable tiranía, arrojaron el cuerpo de aquel monstruo a las cloacas,
Roma entera respiró con alivio.
sic semper tyrannis
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