EL FIN DE JULIO CÉSAR |
Se confirmaba así
el vaticinio del dictador Sila, quien, cuando César contaba apenas 1 6 años,
había advertido:
— Guardaos de ese joven tan mal ceñido, porque en su persona se ocultan
muchos Marios.
En efecto, no bien dueño del poder, César se dejó embriagar por él y
atropello sin miramiento todas las formas legales y morales del Estado romano.
Secretamente aspiraba a ceñir la diadema real, al modo de Alejandro, cuya
ejecutoria ejercía sobre él vehemente fascinación. De ahí su famosa
baladronada Veni, vid/', vici (llegué, vi y vencí), con la que otro
día, tras su victoriosa campaña por Oriente, había asombrado a Roma. Pero
Roma, ahora, gemía bajo su despotismo y la conjura de los poderosos no se hizo
esperar. Andaban en ella patricios relevantes: desde Marco Bruto, su hijo
adoptivo, hasta Cayo Casca, Cinna y Cayo Ligorio.
Ocurrió en el
Capitolio, al pie mismo de la estatua de Pompeyo, el gran derrotado. De
improviso, bajo pretexto de solicitar perdón para sus hermanos desterrados, uno
de los patricios se adelantó hasta César. En ese instante, el puñal de Cayo
Casca le descargó el primer golpe. César se revolvió, presto a vender cara su
vida, pero al advertir que entre los conjurados se hallaba su hijo adoptivo,
depuso toda resistencia, exclamando con amargura:
— ¡Tú también, hijo mío...!
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