EL DÍA DEL FUTURISMO |
"Consideramos desacreditada e impropia de este siglo la hipótesis
de la fusión fraternal de los pueblos y no admitimos más que una higiene para
el mundo: la guerra".
Las severas bóvedas del teatro Chia-rella, de Turín, se estremecieron aquel
día con aseveraciones como ésta. Las enunciaba desde el escenario un hombre
joven, bien parecido, literato discreto, llamado Filippo Tommaso Marinetti.
Eran, sobre poco más o menos, las mismas que un mes atrás publicara sin pena
ni gloria el diario parisién Le Fígaro
bajo este sonoro epígrafe: Manifiesto
Futurista.
El público milanés escuchaba entre divertido y estupefacto.
— Un automóvil
de carrera —decía el orador— es más hermoso que la Victoria de
Samotracia... Nada hay más bello que el andamiaje de una casa en
construcción... Soñamos con crear algún día nuestro hijo mecánico, fruto de
la libre voluntad, síntesis de todas las leyes, cuyo descubrimiento
precipitará la ciencia...
La perorata, un mazazo sobre todas las formas tradicionales de expresión —
arquitectura, literatura, cine, música, teatro,
etc.— acabó con la paciencia de buena parte del auditorio. Lo que había
empezado entre sonrisas derivó en silbidos y culminó en un zipizape tal de
garrotazos que se hizo precisa la intervención de la fuerza pública para
sofocarlo. De cualquier modo, el germen de la deshumanización del arte estaba
echado. Aquel día, las nueve musas del Helicón temblaron en sus pedestales. Y
el temblor, a decir verdad, perdura todavía.
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