miércoles, 7 de marzo de 2012

"EL BUEY MUDO DE SICILIA"


"EL BUEY MUDO DE SICILIA"
Así llamaban los compañeros de estudio a Tomás de Aquino, por su aspecto sencillo, sus ojos profundos, su boca fruncida. Pero San Alberto Magno, de quien era discípulo, decía de él:

— Sí, le llamamos buey mudo, pero estad seguros de que llegará el día en que los mugidos de su doctrina resonarán en el mundo entero.

No se equivocó San Alberto. El pensamiento filosófico de aquel lombardo, que a los cinco años era ya oblato en el Monasterio de Montecassino, alcanzaría pronto tal hondura y vastedad que "si toda la filosofía se destruyese — llegó a decirse — , él solo sería capaz de restaurarla".
No cedía en santidad la omnisciencia de Tomás; profesaba una fe viva, robusta, sostenida por el ascetismo más severo. Por eso fue llamado el Doctor Angélico.

Una vez, en París, los doctores de la Sorbona le enfrentaron como de costumbre, a un espinoso problema: el cambio místico de los elementos en el Santísimo Sacramento. Tomás aceptó el desafío y elaboró la respuesta. Una vez trasladada al papel, se sumió en la oración. De pronto, obediente a un súbito impulso, puso la tesis a los pies del crucifijo y tornó a abismarse en la plegaria. Según la leyenda, la figura del Salvador se desprendió de la cruz y, manteniéndose sobre el rollo, dijo así:

— Tomás, has escrito bien.

Corriendo el año 1274, el Papa Gregorio X le rogó que acudiese al Concilio de Lyón. Tomás se puso en camino. Pero no llegaría. Un desgraciado golpe en la cabeza le puso a morir. Acogido de urgencia en la abadía cisterciense de Fossanova, el día 7 de marzo de 1274, después de recibir los Santos Sacramentos, expiró.

— Su confesión —declararía después el sacerdote que le auxilió— ha sido la de un niño de cinco años.

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