EL ALEGRE PRESIDENTE F. D. ROOSELVELT |
Franklin Delano Rooselvelt no fue sólo
un gran presidente, sino el único a quien el electorado norteamericano
elegiría por tres veces consecutivas. A decir verdad, Rooselvelt había nacido
con vocación de mando. Ya de muchacho dominaba siempre a sus compañeros, y
cuando la madre, preocupada por aquella conducta de su retoño, se la
reprochaba, respondía jovial:
— Compréndelo, mamá: si yo no doy las órdenes, nunca se hace nada.
A esa voluntad de mando, encubierta siempre en una sonrisa seductora, iba a
deber en buena parte el joven Franklin su
fulgurante encumbramiento en la vida política.
Nunca, ni siquiera cuando un inopinado ataque de poliomielitis le dejó medio
inválido, dejó de sonreír. Sobreponiéndose a la desgracia, siguió luchando,
alegre y decidor, como antes lo hiciera en su puesto de senador y de secretario
de Marina.
Triunfante al fin, tras un primer asalto infructuoso a la vicepresidencia, el
día 4 de marzo de 1933 tomaba el timón de su país para no soltarlo ya hasta
el 12 de abril de 1945, en que la muerte le sorprendió repentinamente.
Hasta entonces, en medio de las enormes preocupaciones inherentes al cargo, jamás desmentiría su excelente buen humor. Observador agudísimo, gustaba de poner en práctica traviesas experiencias psicológicas. Así, persuadido de que las gentes, en las reuniones sociales, se conducían maquinalmente y no escuchaban, un día, en ocasión de una fiesta de gala en la Casa Blanca, mientras estrechaba la mano de cada invitado susurraba:
— Esta mañana asesiné a mi suegra. Sólo, en efecto, captó la frase un invitado, el cual subrayó tan fresco:
— ¡Se lo merecería!
Por una vez, la sonrisa de Rooselvelt se tornó carcajada.
Hasta entonces, en medio de las enormes preocupaciones inherentes al cargo, jamás desmentiría su excelente buen humor. Observador agudísimo, gustaba de poner en práctica traviesas experiencias psicológicas. Así, persuadido de que las gentes, en las reuniones sociales, se conducían maquinalmente y no escuchaban, un día, en ocasión de una fiesta de gala en la Casa Blanca, mientras estrechaba la mano de cada invitado susurraba:
— Esta mañana asesiné a mi suegra. Sólo, en efecto, captó la frase un invitado, el cual subrayó tan fresco:
— ¡Se lo merecería!
Por una vez, la sonrisa de Rooselvelt se tornó carcajada.
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