DE LA ESPADA AL CRUCIFIJO |
Iñigo de Loyola
era hijo de ilustre familia guipuzcoana. Tras servir como paje junto al
caballero castellano Juan Ve-lázquez de Cuéllar, pasó a las mesnadas del
virrey de Navarra. Allí, ya capitán, le sorprendería en 1 521 el ataque
francés para apoderarse de la fortaleza de Pamplona, cuyos muros se hallaban
aún sin terminar. Herrera, el comandante de la plaza, dudaba en resistir, y fue
menester que Ignacio inflamase el valor de los sitiados para mantenerlos firmes.
Pero al cabo de cinco horas de intenso bombardeo, la fortaleza se rindió e
Ignacio, herido en ambas piernas, hubo de ser evacuado a Loyola. Allí, en medio
de infinitos dolores, se le intervino quirúrgicamente.
Pero le aguardaba una larga convalecencia y, para conllevarla, Iñigo tomó
los únicos libros —piadosos todos
— que había en la casa. El efecto fue fulminante: subyugado por aquellas
lecturas, el ideal galante y caballeresco que animaba al joven vascongado se
trocó en ansia vehemente de perfección interior. Aun no veía claro, pero en
cuanto pudo se encaminó al Monasterio de Montserrat, donde el día 25 de marzo
de 1 522, desceñido de la espada y vistiendo un sayal de tosca tela, veló sus
armas a los pies de la Virgen.
En la tarde de aquel mismo día
descendió de la santa montaña y se dirigió a Manresa. Buscaba el retiro de
una cueva, a orillas del río Cardoner, para entregarse a las más severas
pruebas de as-cesis y meditación. De entonces datan sus primeras experiencias
sobrenaturales, fruto de las cuales iba a ser el famoso Libro de Ejercicios, admirable
guía ascética de la milicia espiritual —la Compañía de Jesús— que el
antiguo soldado se disponía a poner en pie.
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