TODO SE HA PERDIDO... |
La fortaleza de Pavía
estaba guarnecida por 2.000 españoles y 5.000 alemanes, al mando del valeroso
Antonio de Leiva. Poca cosa, en verdad, para Francisco, el poderoso rey de
Francia. Tanto más cuanto que los imperiales, en desorden, rehuían el combate,
aun cuando Pescara, en respuesta a la oferta de doscientos mil ducados para que
presentase batalla, hubiese respondido:
— Decid al rey Francisco que si dineros tiene, que los guarde, que ya sé
los habrá menester para pagar su rescate.
Era toda una profecía, pero a Francisco le pareció una bravata. Decididamente — se dijo—, Bonnivet, su comandante en jefe, tenía razón: había que poner sitio a Pavía y estrangularla. Pero, contra todo pronóstico, Pavía resistió la tenaza. Y lo que era peor: los imperiales, robustecidos por imprevistos contingentes llegados de Alemania, se disponían por fin a romper el cerco de la plaza.
Era toda una profecía, pero a Francisco le pareció una bravata. Decididamente — se dijo—, Bonnivet, su comandante en jefe, tenía razón: había que poner sitio a Pavía y estrangularla. Pero, contra todo pronóstico, Pavía resistió la tenaza. Y lo que era peor: los imperiales, robustecidos por imprevistos contingentes llegados de Alemania, se disponían por fin a romper el cerco de la plaza.
Era la noche del 24 de febrero. A despecho del martilleante cañoneo
francés, la vanguardia de Pescara abríase camino hacia el parque de Mirabello.
Muy otra era, en cambio, la suerte del grueso del ejército imperial; arrollado
por el ataque de los suizos de Francisco, cedía más y más. Envalentonado, el
rey de Francia ordenó entonces cubrir la artillería, y abandonando el campo
atrincherado se lanzó al ataque. ¡Tremendo error! Al amparo de aquel
movimiento intempestivo, el marqués del Vasto dispuso el contraataque
de los suyos, mientras los arcabuceros españoles,
metidos entre las patas de la caballería francesas, diezmaban a placer a los
jinetes.
— ¡Santiago! ¡España! ¡A ellos, que huyen!...
Así era, en efecto. Los franceses, desmoralizados, se desbandaban. En vano Francisco, caracoleante en su cabalgadura, pugnaba por hacerles volver.
— ¡Dios mío! —gritaba—. ¡Pero qué es esto!
Era la derrota. Horas después, en la amargura de la cautividad, el altivo rey de Francia escribiría a su madre: "Todo se ha perdido, menos el honor..."
Así era, en efecto. Los franceses, desmoralizados, se desbandaban. En vano Francisco, caracoleante en su cabalgadura, pugnaba por hacerles volver.
— ¡Dios mío! —gritaba—. ¡Pero qué es esto!
Era la derrota. Horas después, en la amargura de la cautividad, el altivo rey de Francia escribiría a su madre: "Todo se ha perdido, menos el honor..."
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