jueves, 23 de febrero de 2012

REICHELT, EL HOMBRE QUE QUISO VOLAR


REICHELT, EL HOMBRE QUE QUISO VOLAR
Reichelt era un honrado artesano avecindado en París. No podía quejarse. Las cosas —un próspero taller de sastrería— le iban bien. Pero aquel hombre abrigaba una punzante chifladura: quería volar, lanzarse al espacio por medio de un artilugio de su invención. Había leído lo suyo Reichelt. Conocía muy bien el diseño trazado siglos atrás por el gran Leonardo de Vinci con ese mismo objeto; también, sin duda, las experiencias aerostáticas, más cercanas en el tiempo, de los hermanos Montgolfier. De todos modos, lo suyo (lo de Reichelt) no iba precisamente por ahí. A fuer de sastre soñaba, ni más ni menos, con un traje aerostático, no con un paracaídas autónomo.

Manos, pues, a la obra, diseñó, cortó y vistió una y otra vez con sus "modelos" a numerosos peleles fabricados "ex profeso" y los arrojó desde lo alto por vía de ensayo. Tiempo perdido: los peleles no se inflaban y, en definitiva, descendían como graves.

— Está claro —acabó razonando el inventor con ciega convicción — . Así no resulta por la sencilla razón de que éstos son muñecos y carecen de la necesaria voluntad para abrir los brazos y posibilitar con ello el despliegue de la tela. Probaré yo.

Decidido a intentarlo, obtuvo de la Municipalidad de París el correspondiente permiso para arrojarse desde lo alto de la torre de Eiffel el día 23 de febrero de 1912.

Gran expectación en la plaza a la hora convenida: siete de la mañana. A las siete y cinco, acoplado ya en su aerostática vestimenta, el intrépido Reichelt se lanzó al vacío. Sólo tres segundos después, no era más que un guiñapo, un cuerpo reventado sobre los mudos adoquines de la plaza.

¿Un mártir? ¿Un loco? En todo caso, un pobre hombre que había querido volar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario