EL GENIO DEL PIANO |
Polonia conserva reverentemente la casa donde un día
—el 22 de febrero de 1810— viera la luz el más insigne pianista de todos
los tiempos: Federico Chopin.
Fue Federico un niño precoz, pero de una ingenuidad angelical. A los ocho
años dio su primer concierto en público y obtuvo un éxito clamoroso.
Emocionado, el padre abrazó al retoño, y al preguntarle qué creía él que
había gustado más al público, señalando un encaje de su camisa, contestó
Federico:
— Yo creo que esta chorrera, que es preciosa.
— Yo creo que esta chorrera, que es preciosa.
Pronto la fama del joven pianista traspuso las fronteras. Los públicos
se enfervorizaban; aplaudían por igual el insuperable virtuosismo del
intérprete y la calidad romántica de sus composiciones — polonesas,
nocturnos, baladas...—, en todas las cuales la melancolía, sublimada, expresa
imágenes y acentos inefables.
— ¡Cuánta paciencia os habrá costado ese dominio del piano! —le dijo
un día, deseosa de lisonjearle, cierta dama.
— Posiblemente mi paciencia — respondió Chopin— no sobrepase a la
de cualquier otro. Lo que sí es
cierto que yo sé emplearla adecuadamente.
Los amores de Federico con la famosa escritora francesa George Sand llenarían
la crónica sentimental de la época. Mallorca y su célebre Cartuja de
Vallde-mosa serían testigos excepcionales de aquel idilio. Pero al final los
amantes se distanciaron, y cuando minado por la tisis agonizaba en una
habitación de París, Federico exhaló con acento lastimero:
— Ella me había prometido que no moriría en otros brazos que en los suyos.
Allí estaba, en cambio, otra buena amiga suya, la condesa Potocka, cuya voz adoraba Chopin. Cantando entre sollozos para complacerlo, ella recogería las últimas palabras del moribundo:
— ¡Madre...! ¡Ay, madre mía!
— Ella me había prometido que no moriría en otros brazos que en los suyos.
Allí estaba, en cambio, otra buena amiga suya, la condesa Potocka, cuya voz adoraba Chopin. Cantando entre sollozos para complacerlo, ella recogería las últimas palabras del moribundo:
— ¡Madre...! ¡Ay, madre mía!
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