LA VUELTA DE NAPOLEÓN |
Cuando horas más tarde arriban a las playas del mediodía francés, la gente les mira estupefacta. ¿De veras es aquel el mítico Emperador? ¿De veras son estos los bravos dragones de la Vieja Guardia? La nostalgia hace milagros. Y aquellos asombrados campesinos, testigos del milagro, prorrumpen en Víctores y se suman, sin vacilar, a las filas del nuevo ejército imperial.
Pero las noticias vuelan. Y en Mure, cerca de Grenoble, les sale al encuentro un batallón del Rey —el 5º. — con órdenes de contenerlos. Lo manda el coronel Bedeyére, que ha jurado fidelidad al nuevo monarca.
Napoleón, al verlos, ordena a los suyos que se detengan y descabalga. En seguida, solo, avanza hasta diez pasos de los fusiles que le apuntan, prontos a disparar.
— ¡Soldados del quinto Regimiento!
— exclama, entreabriendo el capote—. ¡Reconocedme! ¡Si entre vosotros hay uno solo que quiera matar a su Emperador, aquí me tiene! ¡Fuego!
Pero nadie dispara; por el contrario, tras un instante de electrizado suspenso, estalla, unánime, el grito de los soldados del Rey:
— ¡Viva el Emperador!
Y la Vieja Guardia contesta:
— ¡Viva el Emperador!
Waterloo —la hora definitivamente aciaga del Gran Corso— se hallaba aún a cien días.
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