LA MUERTE DE ENRIQUE HEINE |
En la madrugada del 1 7 de febrero se puso a morir. Cuando el doctor Gruby,
que lo asistía, entró en la alcoba, su expresión de tristeza era tan
elocuente que el poeta preguntó:
— Ha llegado la hora, ¿verdad?
— En efecto. Le había prometido decírselo y no puedo ocultarlo.
— Gracias, amigo.
— ¿Puedo hacer aún algo por usted?
— Sí. Mi esposa duerme; no la despierte usted. Y, por favor, acérqueme esas flores que ella ha comprado ayer... Adoro las flores... Gracias, gracias... Póngamelas aquí, sobre el pecho...
El doctor Gruby satisfizo cuidadosamente aquel deseo, y el poeta, aspirando con embriaguez el perfume de las rosas, exclamó:
— ¡Flores, flores! ¡Cuan bella es la Naturaleza!
— Ha llegado la hora, ¿verdad?
— En efecto. Le había prometido decírselo y no puedo ocultarlo.
— Gracias, amigo.
— ¿Puedo hacer aún algo por usted?
— Sí. Mi esposa duerme; no la despierte usted. Y, por favor, acérqueme esas flores que ella ha comprado ayer... Adoro las flores... Gracias, gracias... Póngamelas aquí, sobre el pecho...
El doctor Gruby satisfizo cuidadosamente aquel deseo, y el poeta, aspirando con embriaguez el perfume de las rosas, exclamó:
— ¡Flores, flores! ¡Cuan bella es la Naturaleza!
Justo en ese instante penetró en la alcoba la mujer del moribundo, Matilde
Mirat, con la que quince años atrás se había unido en matrimonio. Pero Matilde,
a diferencia de Enrique, profesaba una profunda religiosidad, y atenta a su
deber espiritual, exhortó
al moribundo a reconciliarse íntimamente con Dios.
Heine esbozó aún una pálida sonrisa y después murmuró:
— Nada temas, querida; el Eterno me perdonará porque ese es su oficio.
Tales fueron las últimas palabras del poeta.
— Nada temas, querida; el Eterno me perdonará porque ese es su oficio.
Tales fueron las últimas palabras del poeta.
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