EL FIN DE LUTERO |
Martín Lutero, el
antiguo agustino alemán cuya desazón íntima por alcanzar la salvación eterna
le arrastraría al conflicto entre la misericordia y la justicia divinas, para
concluir heterodoxamente en la "doctrina de la justificación" (según
la cual solo la Fe, y no las buenas obras, salva) iba a hacer saltar en pedazos
la unidad de la Iglesia. Sus célebres noventa y cinco tesis, clavadas un día a
la puerta de la iglesia de Witemberg, constituían toda una declaración de
guerra al Papado. Y en ellas, obstinadamente, habría de perseverar el agresivo
agustino hasta el fin de sus días.
Lutero había nacido en Eisleben y esta misma ciudad recogería también su
último suspiro. Era el día 1 8 de febrero de 1546. Junto al lecho de muerte
hallábase su esposa, la monja exclaustrada Catalina Bóren, el conde Albrech,
los médicos y algunos seguidores de la doctrina reformada. Todos se afanaban
por devolver la vida al moribundo, pero éste se apagaba por instantes. A cada
desmayo sucedía otro más prolongado. En vista de lo cual, apenas recobrado de
uno de ellos, el doctor Jonás preguntó al moribundo:
— Reverendo padre, ¿morís firme en la fe que habéis predicado?
— Sí —respondió Lutero.
En seguida cerró los ojos y murmurró anhelosamente:
— Reverendo padre, ¿morís firme en la fe que habéis predicado?
— Sí —respondió Lutero.
En seguida cerró los ojos y murmurró anhelosamente:
— Señor, en tus
manos encomiendo mi espíritu.
Había acabado.
Andando el tiempo, el emperador Carlos, que tanto había combatido la herejía, se detuvo un día en Witemberg y quiso visitar la tumba del heresiarca. Le acompañaba el duque de Alba, quien, conforme a su peculiar vehemencia, aconsejó al César que hiciese desenterrar el cadáver para arrojarlo a los perros. Digna, severamente, el emperador respondió:
— Yo sólo hago la guerra a los vivos, duque. Dejadle descansar.
Andando el tiempo, el emperador Carlos, que tanto había combatido la herejía, se detuvo un día en Witemberg y quiso visitar la tumba del heresiarca. Le acompañaba el duque de Alba, quien, conforme a su peculiar vehemencia, aconsejó al César que hiciese desenterrar el cadáver para arrojarlo a los perros. Digna, severamente, el emperador respondió:
— Yo sólo hago la guerra a los vivos, duque. Dejadle descansar.
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