sábado, 18 de febrero de 2012

EL FIN DE LUTERO


EL FIN DE LUTERO
Martín Lutero, el antiguo agustino alemán cuya desazón íntima por alcanzar la salvación eterna le arrastraría al conflicto entre la misericordia y la justicia divinas, para concluir heterodoxamente en la "doctrina de la justificación" (según la cual solo la Fe, y no las buenas obras, salva) iba a hacer saltar en pedazos la unidad de la Iglesia. Sus célebres noventa y cinco tesis, clavadas un día a la puerta de la iglesia de Witemberg, constituían toda una declaración de guerra al Papado. Y en ellas, obstinadamente, habría de perseverar el agresivo agustino hasta el fin de sus días.

Lutero había nacido en Eisleben y esta misma ciudad recogería también su último suspiro. Era el día 1 8 de febrero de 1546. Junto al lecho de muerte hallábase su esposa, la monja exclaustrada Catalina Bóren, el conde Albrech, los médicos y algunos seguidores de la doctrina reformada. Todos se afanaban por devolver la vida al moribundo, pero éste se apagaba por instantes. A cada desmayo sucedía otro más prolongado. En vista de lo cual, apenas recobrado de uno de ellos, el doctor Jonás preguntó al moribundo:

— Reverendo padre, ¿morís firme en la fe que habéis predicado?

— Sí —respondió Lutero.

En seguida cerró los ojos y murmurró anhelosamente:

Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu.

Había acabado.

Andando el tiempo, el emperador Carlos, que tanto había combatido la herejía, se detuvo un día en Witemberg y quiso visitar la tumba del heresiarca. Le acompañaba el duque de Alba, quien, conforme a su peculiar vehemencia, aconsejó al César que hiciese desenterrar el cadáver para arrojarlo a los perros. Digna, severamente, el emperador respondió:

— Yo sólo hago la guerra a los vivos, duque. Dejadle descansar.

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