LA ABJURACIÓN DE GALILEO |
Galileo Galilei, el sabio
humanista y astrónomo florentino, había llegado a la revolucionaria
conclusión de que la Tierra no era el centro del Universo, sino un astro
rodante —un planeta—, feudatario del Sol. Si sugestiva para muchos, la
teoría chocaba con la opinión de la ciencia oficial, y en razón de ello el
Santo Oficio conminó al sabio a comparecer en el romano Palacio de Minerva,
sede del Sagrado Tribunal, el día 1 3 de febrero de 1633. El proceso, arduo y
laborioso, se alargaría hasta cuatro meses, al cabo de los cuales, previa
condena del astrónomo
a la abjuración de sus "errores", se convocó sesión solemne para
que aquél leyese ante el tribunal el acta de abjuración.
Achacoso, encanecido, lleno de pesadumbre, el venerable anciano ocupó su
puesto ante el tribunal y, oída la sentencia, principió la lectura del texto.
— Yo, Galileo Galilei, de 70 años, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vosotros...
— Yo, Galileo Galilei, de 70 años, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vosotros...
Con el corazón oprimido, el alma atribulada y la voz balbuciente, Galileo
leyó hasta la última
sílaba de aquel escrito ignominioso, donde se negaba torpemente la obra de Dios
escrita en el cielo. Al concluir, el sabio abandonó el banquillo y mientras se
retiraba camino de la celda, es fama que masculló ariscamente:
— ¡E
pur se
muove! (¡Pero se mueve!).
El pontífice reinante, Urbano VIII, cuyas simpatías por Galileo eran notorias, dulcificó la pena de reclusión que llevaba aneja la sentencia, y el infortunado científico, confinado en Arcetri, pudo así proseguir con relativa calma su labor afamada y heroica.
El pontífice reinante, Urbano VIII, cuyas simpatías por Galileo eran notorias, dulcificó la pena de reclusión que llevaba aneja la sentencia, y el infortunado científico, confinado en Arcetri, pudo así proseguir con relativa calma su labor afamada y heroica.
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