domingo, 12 de febrero de 2012

SERENIDAD ANTE LA MUERTE


SERENIDAD ANTE LA MUERTE
Emmanuel Kant, el célebre filósofo alemán, era hijo de un guarnicionero. Llevó siempre una vida ordenada y metódica, sin salir jamás de su ciudad natal, Kónigsberg, en cuya Universidad, primero como alumno y luego como profesor, se mantuvo hasta 1796. Dicho año, por diferencias con el Gobierno prusiano a raíz de la publicación de una obra teológica, hubo de abandonar la cátedra y ofrecer una justificación completa de su conducta.

— Desmentir una convicción interior — diría luego a este respecto— es una bajeza; callar, en un caso como este, es deber de subdito, mas si todo lo que se dice debe ser verdadero, no por eso es deber decir públicamente toda la verdad.

El incidente le indujo a encerrarse aún más en sí mismo, repeliendo todo aquello que alterase su ordenado vivir. Encastillado en el Olimpo de las ideas, contemplaba los sucesos del mundo con una óptica fría y no siempre acertada. De nosotros, los españoles, llegó a decir: "Su soberbia condición se alimenta más con la aspiración a lo grande que a lo bello. No puede decirse, sin embargo, que el español sea más soberbio que cualquier otro pueblo, pero sí que lo es de un modo portentoso, raro e insólito".

Vivió ochenta años y afrontó el trance de la muerte con admirable serenidad. La noche misma en que dejaría de existir — 1 2 de febrero de 1 804— había dicho a los que le rodeaban:

— No temo a la muerte; sabré morir. Os aseguro que si la sintiese venir esta noche, alzaría las manos al cielo y exclamaría: ¡bendito sea Dios!

Pero al final no dijo esto, sino sencillamente:

— Ya está... Y expiró.

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