jueves, 12 de enero de 2012

TODO PARA LOS OTROS; NADA PARA MÍ


TODO PARA LOS OTROS; NADA PARA MÍ
He aquí el credo de un hombre, Jo-hann Heinrich Pestalozzi, que vino al mundo ese día en la ciudad suiza de Zu-rich.

Curiosamente, este hombre, que la posteridad iba a inscribir en el friso de los más grandes pedagogos, fue incapaz de seguir ningún estudio metódico. Abandonó, pues, el colegio y se dedicó a la agricultura. Sin embargo, abrigaba un sueño hermoso: abrir una escuela rural — y de hecho, así lo hizo en su casa de Neuhot—, en la que, respetando el principio de la espontaneidad individual, contribuyese a elevar la condición moral y material de los niños campesinos.

— He vivido cinco años en Neuhot — diría después con franciscana humildad— entre cincuenta desharrapados, partiendo mi pan con ellos como un mendigo, para enseñar a los mendigos a vivir como hombres.

Pero aquel ideal educativo, excelso en sí mismo, no halló los recursos necesarios para subsistir, y la institución, finalmente, hubo de cerrar sus puertas. Entonces Pestalozzi orientó los esfuerzos por otro camino; confió a la pluma su mensaje educativo, dirigiéndolo como una flecha al corazón de los hombres.

— Todo lo que soy, por el corazón lo soy.

Así era, en verdad. Y como Don Bosco, o como San Vicente de Paúl, pudo exclamar un día:

— ¿Hay mayor alegría que ver a los niños, antes miserables, aprender a trabajar con sus manos y elevar el corazón a Dios con el rostro radiante de alborozo?

Cuando murió, en 1827, sus paisanos le erigieron una estatua, en cuya piedra hicieron grabar la divisa de su vida: "Todo para los otros; nada para mí".

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