sábado, 14 de enero de 2012

NAPOLEÓN EL PEQUEÑO


Luis Napoleón era sobrino de Napoleón el Grande. Romántico e inquieto, soñaba con reverdecer las glorias de su tío. Se había educado, no sin esmero, en Suiza, y cuando en 1 848 sobrevino en Francia la revolución que destronó a Luis Felipe, vivía en Inglaterra. Inmediatamente se trasladó a París, donde su nombre, coreado por un grupo de adeptos, resonó en las calles:
NAPOLEÓN EL PEQUEÑO



¡Poleón, Poleón, nous l'aurons!

Algunos se reían. Pero otros, entretanto, le eligieron diputado por cuatro departamentos. Después, apenas con intervalo de meses y en pugna con el candidato favorito, presidente de la flamante República. Increíble, pero ya estaba en el buen camino; ya podía, como antaño su tío, arrinconar el gorro frigio y encender la nostalgia del pueblo con el centelleo de la corona imperial. Era sólo cuestión de tiempo y de palabras.

— ¡Franceses —decía en todas partes—, el Imperio es la paz!
Nadie, ni adeptos ni adversarios, dudaba ya de la inminencia del golpe de Estado. Y éste, efectivamente, sobrevino en diciembre. Sólo un mes después, el 14 de enero de 1 852, se promulgaba la nueva Constitución.

— ¡Viva el Emperador! ¡Viva el Emperador!

Francia era un grito enronquecido. Todo —los viejos estandartes, las bélicas canciones de otro día, los rancios signos de la hora imperial— volvió a desempolvarse con clamoreo ferviente y triunfalista.

Nadie, o apenas nadie podía entrever entonces la provisionalidad de aquel reinado, artificioso y oportunista. Por el momento, la sombra de Sedán estaba lejos, y Francia, durante 18 años, jugó otra vez al ensueño imperial.

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