jueves, 12 de abril de 2012

LOCURA DE AMOR


LOCURA DE AMOR
La infanta doña Juana, heredera del trono de Castilla, sentía por Felipe el Hermoso una pasión morbosa y tanto más arrebataba cuanto mayores eran los desdenes e infidelidades del esposo. Frivolo incorregible, ni de guardar las apariencias se cuidaba, y una vez que Juana, enfurecida, hizo cortar los rizos a una de sus rivales, el Archiduque la abofeteó brutalmente.

Cuando a ruegos de su madre, la reina Isabel, vino de Amberes a España, Juana le confesó:

— ¡Ay, madre! Soy la más desdichada de las mujeres.

Ni siquiera después, ya proclamada reina, dejaría de serlo. Antes bien aumentaron sus sufrimientos, y con ello el desequilibrio que habría de conducirla a la locura. De ahí que cuando Felipe, víctima de unas fiebres malignas, vino a fallecer repentinamente en Burgos, Juana, que ya no regía, repitiese con obstinación:

— Mi idolatrado esposo no ha muerto; sólo duerme.

Se opuso, pues, a que lo enterrasen y ordenó que fuese depositado en una celda de la Cartuja. Allí lo visitaba todas las semanas. Hacía abrir el féretro, y abrazada a aquel cuerpo putrefacto, prorrumpía en mil desatinos.

Tres meses perseveró en aquella locura, hasta que al fin, resignada, decidió conducir los despojos a Granada, marchando a pie —sólo de noche— por trochas extraviadas.

 
— Una mujer —gemía— que ha perdido al esposo, que era su sol, debe rehuir la luz del día.
Así, en alucinante cabalgata, cruzaron media España.

Después, por orden de su hijo, el emperador Carlos, hubo de ser recluida en el convento de Santa Clara de Tordesi-llas, donde le aguardaban aún cuarenta años de doloroso extravío. En sus últimos momentos, convertida en una llaga purulenta, recobró apenas la lucidez y, de manos de San Francisco de Borja, recibió, con unción los últimos auxilios.

— ¡Jesús Crucificado, ayúdame! — dijo con un hilo de voz.

Eran las siete de la mañana del Viernes Santo de 1515.

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