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EL NUEVO REY MIDAS |
— ¡Oro, señor, oro...!
Suter era ya hombre acaudalado, pero la noticia le enardece. Aconsejado por la prudencia, ordena silenciar el suceso, pero éste, de un modo o de otro, se divulga. En pocos días, la apacible California es invadida por una horda de logreros que todo lo arrasan. A consecuencia de esta avalancha humana, Sutter queda arruinado. Salva lo que puede y se retira, con su familia, a una modesta granja de la sierra vecina, lejos de la fiebre del oro. Allí aguarda con paciencia a que el orden y la ley se restablezcan. Cuando esto ocurre, como resultado de la incorporación del territorio a los Estados Unidos, apela a los tribunales de Justicia para hacer valer sus derechos. La reclamación es fabulosa, pero prospera, y Sutter vuelve a convertirse en el hombre más rico del país.
Cuando la noticia del fallo se difunde — cincuenta millones de dólares en concepto de reparación— la opinión pública estalla en mil pedazos. La gente se amotina. El Palacio de Justicia es incendiado. Las turbas, encrespadas, asaltan la residencia del nabab. A partir de aquí, la tragedia se encadena: uno de los hijos de Sutter, enloquecido, se suicida; otro muere asesinado; el tercero, al huir, perece ahogado.
Solo Sutter se mantiene en pie. Fía tercamente, otra vez, en los Tribunales de Justicia. Pero ya no es sino un pobre demente que vaga, atolondrado, por los alrededores del Congreso en espera de hacerse oír. Hasta que un día, fulminado por un ataque cardíaco, rueda también por las escaleras del edificio.
Así se consuma el destino de este hombre, cuya tragedia, como la del Rey Midas, había sido la de convertir en oro todo lo que tocaba.
Así se consuma el destino de este hombre, cuya tragedia, como la del Rey Midas, había sido la de convertir en oro todo lo que tocaba.
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