miércoles, 18 de enero de 2012

AMADEO, EL REY EFÍMERO


AMADEO,   EL  REY   EFÍMERO
Tendremos rey cuando don Juan quiera y el que quiera.

Lo había dicho un diputado irrelevante, pero el vaticinio acababa de cumplirse. A instancias del todopoderoso don Juan Prim, Amadeo de Saboya, duque de Aosta, aceptó de buen grado el trono de España, vacante desde el destierro y muerte de Isabel II. Animado de la mejor voluntad, el príncipe italiano hizo su entrada en Madrid el día 2 de enero; un Madrid indiferente, si no hostil, a su llegada.

Parece que hemos llegado a la Luna — le dijo, mirando en torno, a su secretario, Dragonetti.
— Y quiera Dios —repuso éste— que no sean los infiernos.
No exageraba Dragonetti. Pese a todos los deseos del nuevo monarca, España no tardó en revelarse ingobernable. De poco valían las muestras ocasionales de afecto popular, como la de aquel alcalde levantino que un día se le metió en el coche y quiso, a todo trance, endilgarle un discurso de bienvenida:

— Señor rey, los pueblos, los pueblos, los alcaldes...

A lo que Amadeo, que apenas se defendía también en castellano, le cortó, conmovido;
— Bueno está, señor alcalde. Los dos somos nuevos en el oficio y no "impro-gliamos" (improvisamos).

Quienes sí improvisaban eran los políticos decididos a poner toda suerte de trabas a cualquier acción de gobierno. Y así, apenas al año de reinado infructuoso, el buen Amadeo hubo de presentar su abdicación en las Cortes.

Y ahora, 1 7 años después, el infortunado monarca fallecía en Turín con el corazón puesto en España, en "esta España tan noble como desgraciada", según el la había llamado al despedirse.

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