ROBIN HOOD, REY DE LOS BOSQUES, PRINCIPE DE LOS LADRONES |
Robin se refugia con sus seguidores en el bosque de Sherwood, desde donde planean los ataques contra el poderoso Sherif. Paralelamente, Robin vive un romance con una bella noble, Lady Marian."
La mañana era deliciosa. Dos amigos gozaban de ella paseando por el camino
real que atraviesa el bosque de Sherwood. Sus nombres, Robin Hood y Pequeño
Juan, despertaban las iras del tirano que gobernaba el país con sólo ser
pronunciado delante de él.
En efecto, ambos paseantes tenían su cabeza puesta a precio por el príncipe
Juan, que así se llamaba el déspota, a causa de una vieja historia.
Todo empezó con la partida del rey Ricardo, querido y respetado por sus súbditos,
a las Cruzadas de Oriente. Su hermano, el príncipe Juan, aprovechó su
ausencia para usurpar el trono y establecer una cruel tiranía en el reino.
Contra él se alzaron Robin Hood, Pequeño Juan y otro valientes. Tenían unas
pocas armas y la firme decisión de acabar con su poder para siempre.
- Este es un buen sitio – dijo Robin deteniéndose en una revuelta del
camino. Planeaba un asalto a la comitiva del príncipe, que pasaría por allí.
- ¿Y qué haremos para quitarle el dinero? – preguntó Pequeño Juan. Aludía
a las exorbitantes sumas por el déspota a los aldeanos de Nottingham en
concepto de impuestos.
- No te preocupes, algo se nos ocurrirá.
Y llegó el cortejo. El príncipe se aproximó entre redobles de tambor; los
dos amigos, disfrazados de gitanas, aguardaban a la vera del camino.
- ¿Conocéis vuestro provenir, oh príncipe? – gritó Robin en el instante
oportuno.
- ¡Nosotras lo leemos claramente en las líneas de la mano! – rubricó
Pequeño Juan.
- ¡Alto! – ordenó el tirano a sus lacayos, repentinamente interesado.
Robin se introdujo en su litera y le distrajo con artificios mientras se
apoderaba de cuantos objetos de valor había allí. Pequeño Juan practicaba
un orificio en el arcón que contenía las recaudaciones, y se hacía con el
tesoro sin que sus guardianes se diesen cuenta.
Con un agudo silbido, Robin dio a su compadre la orden de retirada, y los dos
se esfumaron entre el follaje del bosque. Cuando el príncipe y sus servidores
quisieron reaccionar, ya era demasiado tarde. El dinero volvió a los
bolsillos de sus dueños. Fray Tuck, unos de los rebeldes, servía de enlace
entre Robin y los aldeanos; estaba muy al tanto de lo que sucedía en la
Corte.
- Ya falta poco para el concurso de tiro, Robin.
- Lo sé, Fray Tuck, y pienso asistir.
- ¿Sabes también que Marian entregará el premio al vencedor? – dijo el clérigo,
con gesto travieso.
- ¿Marian? ¡Oh! – El asombro de Robin no tuvo límites. ¡Qué gran ocasión
para ver a su enamorada! ¡Hacía tanto tiempo desde la última vez!
Aun a sabiendas de que el príncipe Juan le preparaba una celada, Robin entró
en el castillo de Nottingham – lugar del concurso y residencia del tirano
– disfrazado de paje. Dos cosas se proponía: ganar en noble lid y liberar a
su amada.
Un misterioso duque fue presentado al príncipe Juan. Decía venir de un
lejano contado, y obtuvo un asiento en la tribuna principal, justo a su lado.
Mal podía suponer el traidor que estaba invitando a Pequeño Juan. Marian,
hermosa y triste, ocupaba el asiento a la derecha de su opresor.
El concurso se desarrolló con normalidad, y pronto quedaron en liza los
mejores arqueros. La pericia de Robin y del sheriff de Nottingham, recaudador
de impuesto del italiano, prevalecía.
El sheriff colocó su última flecha en el centro de la diana. Tal lanzamiento
parecía insuperable. Robin, sin embargo, los desbarató, desplazando la
flecha del rival con la suya, en un alarde de precisión que entusiasmó a los
espectadores. Era el vencedor.
Pero el príncipe Juan había reconocido la maestría de Robin, y no se dejaba
engañar por su falso atuendo. En el momento del espaldarazo ritual al
triunfador, rasgó con su espalda el disfraz del proscrito.
- ¡Detened al impostor! – rugió el príncipe. Sus soldados cumplieron la
orden al instante.
- ¡Yo te condeno a muerte! ¡Ejecutad aquí mismo la sentencia!
Un poderoso brazo se enroscó en la garganta del príncipe; el filo de un puñal
enfriaba su mejilla.
- ¡Manda que suelten a Robin, o morirás antes que él! – le conminó Pequeño
Juan.
- ¡Soltadle! – gimió el tirano.
Apenas se vio libre, Robin corrió hacia Marian, tomó una de sus manos, y
gritó a Pequeño Juan:
- ¡Vamos de aquí enseguida!
Se organizó un tumulto considerable. Parte del pueblo que asistía al acto a
los soldados del príncipe, mientras nuestros héroes corrían hacia una
puerta secundaria del castillo.
- ¡Que no escape ninguno con vida! – gritaba el príncipe, fuera de sí.
Al ver cerrada la puerta, los fugitivos treparon a las murallas, abatieron a
unos cuantos soldados que les cerraban el paso, tendieron una cuerda hacia el
exterior, y se deslizaron por ella ágilmente.
El príncipe Juan, enfurecido por la rebelión, juró vengarse de todo el
pueblo.
- ¡Doblaré, triplicaré los impuestos a esos miserables! Pero ¡ay del que
no pueda pagar! ¡Acabará podrido en las mazmorras de este castillo!
El herrero Tristán era una de las muchas víctimas del usurpador. Viejo y con
una pierna rota, no tenía dinero para comer, pues todo se le ha en impuestos.
Fray Tuck le llevaba alimentos cuando podía, y se esforzaba en consolarle.
- Pronto cambiarán las cosas en este país, amigo mío – afirmaba.
- ¡Dios lo oiga, Fray Tuck, porque mis pobres huesos ya no resisten! – solía
responderle Tristán.
En una sus visitas a la herrería, Fray Tuck encontró allí al Sheriff de
Nottingham, que, como de costumbre, se proponía esquilmar a Tristán. Tal fue
su irritación, que la emprendió a palos con el infame:
- ¡Encaja esto, y esto! ¡Así aprenderás a respetar el dinero ajeno! – le
decía, entretanto.
El sheriff, todo molido, llamó a sus soldados, y tanto Fray Tuck como Tristán
fueron apresados.
- ¡Sois reo de alta traición! – gritó sheriff al clérigo -. ¡Conducidles
a las mazmorras! – ordenó seguidamente a sus hombres.
Media cuidad de Nottingham estaba ya entre rejas por negarse a pagar los
nuevos impuestos. El sheriff acudió a la celda de Fray Tuck.
- Mañana tendrás una cita con el verdugo. ¿Estáis preparado para rendir
cuentas al Altísimo?
- Espero que sí – murmuró débilmente el prisionero.
- ¡Ja, ja, ja! Os veo ahora menos arrogante – se burló el sheriff, antes
de retirarse.
Esa misma noche, dos sombras furtivas se deslizaron por las almenas del
castillo. Eran Robin y Pequeño Juan, que se proponían liberar a Fray Tuck y
demás prisioneros de las garras del tirano.
- Quieren ejecutar a Fray Tuck para atraer a Robin – dijo uno de los
prisioneros que atendían a Tristán.
- Si apresan a Robin, no tendremos ya esperanzas – conjeturó otros de los
allí presentes.
Robin y Pequeño Juan cruzaron el patio del castillo con el mayor sigilo,
penetraron en un pasadizo, y pronto se hallaron a la vista de los calabozos,
cuyo acceso estaba custodiado por dos guardianes.
- ¿Cuál es tu preferido? – susurró Robin.
- El de la izquierda; parece más fuerte – repuso Pequeño Juan, con voz
casi inaudible.
Para ellos, fue sencillo inmovilizar a esos esbirros. Hubo que amordazarles
bien; después, se toparon con el sheriff de Nottingham, que dormía junto a
la entrada principal de las mazmorras.
- El debe tener las llaves – murmuró Robin.
Así era, en efecto. Hábilmente, se hizo con ellas, abrió la puerta, y dijo
a su compañero:
- Toma, entra en las celdas y libera a todos los prisioneros. Procura que no
hagan ruido. Yo, entretanto, haré una visita al príncipe Juan.
En poco tiempo, cientos de cautivos abandonaron los calabozos y siguieron a
Pequeño Juan.
Robin, por su parte, trepó hasta la ventana del aposento del príncipe y pasó
al interior. El tirano dormía en su lecho, rodeado de bolsas de oro.
Robin ató una cuerda al extremo de una flecha, disparó hacia una ventana de
la prisión, y estableció un puente con Pequeño Juan.
A través de la cuerda se fueron deslizando cuantas bolsas de oro encontró
Robin en la estancia; pero una de las últimas bolsas se rompió con estrépito.
El príncipe despertó sobresaltado, y dio la voz de alarma. Al momento, el
sheriff y la guarnición entraron en acción. Robin atrajo sobre sí la atención,
para dar tiempo a que los prisioneros escapasen.
Pequeño Juan y Fray Tuck supieron conducir a los suyos más allá de los
muros del castillo, mientras Robin luchaba tenazmente contra sus enemigos.
Cercado en lo alto de una torre, Robin vendía caro su pellejo. Las flechas
silbaban en torno a él cuando las espadas adversarias no buscaban su cuerpo.
También las llamas – provocadas por el sheriff acosaban a Robin, se asomó
al borde de la muralla, y comprendió que sólo tenía una posible
escapatoria: saltar al foso. Eso hizo, pese a la enorme altura, y salió con
mucha suerte del trance.
Día después, el rey Ricardo regresó de las Cruzadas sin previo aviso, venció
a las huestes del usurpador, y devolvió la libertad a sus desgraciados súbditos.
Mal lo pasó desde entonces el príncipe Juan, encerrado a perpetuidad en una
de las mazmorras.
El monarca, enterado de las hazaña de Robin Hood, quiso apadrinar su boda con
Marian, y la ceremonia se celebró en medio del júbilo popular; grandes eran
las perspectivas de paz y prosperidad en el reino.
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