domingo, 8 de abril de 2012

ARRIBA LOS MUERTOS

ARRIBA LOS MUERTOS
Caía la tarde. La artillería alemana machacaba sin piedad las posiciones francesas del Bois Brulé. En su trinchera, indefensa y aislada, el teniente Pericard resistía con un puñado de valientes; los demás, muertos o agonizantes, yacían en trágicas posturas sobre el fondo de la posición.

De pronto, Pericard se estremeció. También él —se dijo— iba a morir. Aguijoneado por el miedo, se arrastró hasta una trinchera vecina para guarecerse detrás de unos sacos terreros. Pero allí el exterminio era aún más terrible. Ni un solo superviviente; solo muertos sobre muertos, cuyos ojos desorbitados parecían mirarlo con reproche. Repentinamente, Pericard sintió recobrar el valor.

¿Tenía derecho al miedo cuando los demás habían perecido cumpliendo con el deber? ¿Le era lícito agazaparse allí, cobardemente, mientras los pocos que aún quedaban en pie seguían vendiendo cara su vida? ¡Mil veces no! Y con desprecio del diluvio de granadas que seguía cayendo abandonó el parapeto, saltó de nuevo a su trinchera y exclamó inflamadamente:

— ¡Arriba los muertos! ¡Vamos a vencer! ¡Arriba los muertos!

Era insensato, demencial, pero el grito le brotaba desde el fondo del alma. Así, sin duda, lo sintieron también los pocos hombres que aún sobrevivían, pues al igual que Pericard, repentinamente notaron potenciado el coraje, inflamada la moral de victoria, invulnerable el cuerpo al martilleo del enemigo.

— ¡Arriba los muertos! —repitieron a una.

¿Cómo ocurrió? Ninguno lo supo. Pero a poco tiempo la ofensiva cedía, los alemanes se replegaban, y Pericard y su puñado de valientes pudieron consolidar la posición.

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